ROBOS & HURTOS
Pirandello, Frances Marion
y otros c/productores
inescrupulosos
La melodía perdida
En materia de argumentos cinematográficos nunca se puede estar seguro
de qué los dispara ni en cual dirección; además, en algunos casos ni siquiera
declaran su origen real. Luigi Pirandello escribió Come prima, meglio di prima, comedia en tres actos en la que su
principal personaje femenino, llamado Fulvia, abandona al marido y a la hija
“para escapar de las convenciones asfixiantes de la sociedad y vivir bajo una
nueva identidad. Sola, abandonada por sus amantes tras una existencia caótica,
se suicida en una pensión. El médico que la salva es su marido. Se reconcilian.
Ella queda encinta, pero su primera hija se niega a reconocerla. Fulvia se va
con su recién nacido del brazo de un antiguo amante”. La pieza, estrenada en
1920, el mismo año de Sei personaggi in
cerca d’autore, que la opacó, es una de las menos representadas de ese
autor y obtuvo algún reconocimiento tan sólo en 1935, cuando Paola Borboni la
convirtió en un éxito personal.
Hollywood se interesó en esa historia en dos oportunidades, ambas producidas por la Universal y privilegiando su costado de soap opera: la segunda fue en 1956 con el título Never say goodbye (Hoy como ayer, dir. Jerry Hopper) y como un vehículo para Rock Hudson y la alemana Cornell Borchers, pero en esta ocasión interesa la primera, dirigida por William Dieterle en 1945 y titulada This love of ours (Como te quise te quiero), con Merle Oberon y Charles Korvin. En esa primera versión, y “siguiendo una fórmula ya muy experimentada, el pensamiento abstracto de Pirandello se convierte en un drama amoroso”, por lo que la hija adolescente en cuestión, que la cree muerta, “profesa una veneración excesiva a su madre, para la que ha mandado instalar una capilla ardiente en el fondo del jardín, lugar sagrado, prohibido a todos, salvo a su padre”. En la versión Dieterle es el padre el que, en extremo celoso, desaparece con su hija hasta que por azar reencuentra a su esposa, quien “vuelve al domicilio conyugal de París para volver a ver a su hija y para tratar de vivir «como antes, mejor que antes». Ignorando la identidad real de la «segunda mujer de su padre», la adolescente se muestra claramente hostil. Considera a la intrusa como una rival, a la vez de sí misma (por el amor de su padre) y de la muerta, cuyo recuerdo venera de manera enfermiza”.
Los entrecomillados pertenecen
al crítico e historiador suizo Hervé Dumont para su libro sobre Dieterle (Antifascismo
y compromiso romántico, publicado en español en 1994 por el Festival de San
Sebastián). Dumont revela más adelante el plot
de mayor interés para los cinéfilos argentinos: el film, informa, “se
convertirá en uno de los mayores éxitos cinematográficos nunca vistos en
México, ¡donde su recaudación superará incluso la de las comedias de
Cantinflas!”. Un reflejo de ese éxito inesperado fue una pieza teatral escrita
por Jacinto Galiana, oscuro dramaturgo mexicano del que ni siquiera Tulio
Demicheli tenía referencias. Galiana tomó el esquema básico, cambió a un viudo
por una viuda, a una madre muerta por un padre muerto e incorporó el recuerdo
de un tema musical que el padre componía para la niña pero a su muerte quedó
trunco.
Lo curioso es que ningún
productor mexicano, tan afectos como eran al melodrama desatado, se decidiera a
filmar esa historia que Galiana robó a Pirandello vía Hollywood. Ese dudoso
honor tuvo lugar en la Argentina, varios años más tarde, en dos operativos
simultáneos tendientes a lanzar como estrella a una niña-prodigio llamada
Adrianita, inicialmente en teatro (22.11.1951, Astral) con Un angelito endiablado, “pieza en dos actos de Francisco J. Bolla
inspirados en una obra de Jacinto Galiana”, con Eva Dongé como la madre, y de
inmediato en cine con La melodía perdida
(1951-1952), producción de la Interamericana dirigida por Demicheli, escrita
por él mismo y Bolla a partir de la pieza de Galiana y con Nelly Meden como la
madre viuda e incorporando a la madre del muerto (Amalia Sánchez Ariño) como
una abuela mala-pero-no-tanto. La versión es rutinaria pero sólida.
El cine mexicano asumió el
asunto como film propio tan sólo en 1955 y a manera de remake del
argentino, asimismo dirigido por Demicheli con el título Sublime melodía, con Ana Bertha Lepe como la madre, Angélica María
como la niña y Prudencia Grifell como la abuela, versión que pisa el acelerador
hasta alcanzar el melodrama desatado como sólo los mexicanos sabían hacer,
cuyos créditos indican como único autor a Demicheli, ignorando a su colaborador
Ulyses Petit de Murat, a Bolla, a Galiana y, por supuesto, a Pirandello, cuyo
texto original, dicho sea de paso, sufrió una versión televisiva argentina
titulada Bianca, perpetrada en los años 80 por Carlos Lozano Dana para
el Canal 7 con Dora Baret como la madre.
¡Me sobra un marido!
“En Mi mujer favorita el presunto viudo Cary Grant estaba a
punto de casarse con Gail Patrick cuando descubría que Irene Dunne (su primera
mujer) no se había ahogado en el mar sino que había vivido siete años con
Randolph Scott en una isla desierta, después de un naufragio. La reunión de los
cuatro provocaba desconfianza. En Demasiados maridos, por lo contrario,
Jean Arthur se creía viuda y se casaba con Melvyn Douglas, pero entonces
descubría que su primer marido Fred MacMurray regresaba de pronto”, recordaba
Homero Alsina Thevenet en su libro Cine sonoro americano y los Oscars de
Hollywood (pág. 75). Mi mujer favorita es My favorite wife
(Garson Kanin, 1940), historia escrita, entre otros, por Leo McCarey, a su vez
vuelta a filmar como Move over, darling (Yo, ella y la otra,
Michael Gordon, 1963). Demasiados maridos es Too many husbands
(Wesley Ruggles, 1940), historia adaptada de una pieza teatral (Home and
beauty) de nadie menos que W. Somerset Maugham, a su vez vuelta a filmar
como Three for the show (Sobra un marido, H. C. Potter, 1955).
Abundan ejemplos, como se advierte, para una misma situación básica: en ¡Me sobra un marido! (1986) Susana Giménez, creyéndose viuda, se ha vuelto a casar con Rodolfo Ranni, pero entonces regresa su primer esposo Juan Carlos Calabró, durante cinco años ¡perdido en el Africa!, y no cinco años de los 40 sino de los 80, cuando la comunicación mundial resultaba tanto más sencilla. Es probable que existan otros films que ofrezcan variaciones de esa misma situación: en todo caso, esta “actualización” –ovvero robo– de Gerardo Sofovich no es sólo tardía, sino inferior en todo sentido y esencialmente inservible: parafraseando el título, aquí lo que sobra es el film mismo.
El hijo del crack
En su disruptivo estilo, Armando Bo interpreta en El hijo del crack (1952) a un ídolo futbolístico que ya ha muerto
cuando comienza el relato, siendo su hijo (Oscar Rovito) quien recuerda los
avatares que lo llevaron a la tumba: afectado por una dolencia cardíaca, casi
deja en la ruina a su copetuda mujer (Miriam Sucre) y a su suegro (Francisco P.
Donadio) antes de abandonarla con el pibe acusándola de que “la vida social es
más importante que tu hijo”; cuando su desgaste físico se vuelve evidente, lo
devuelve a la madre y se convierte en un pobre tipo que acumula desgracias: es
golpeado por un grupo de hinchas de El Internacional sospechado de haberse
“vendido” –secuencia que preanuncia a los “barrabravas” por venir–, desciende a
la B, juega cartas, “chupa”, va de bailongos, se entrevera con mujeres “de la
noche” y hasta casi se convierte en compinche de un contrabandista (Héctor
Armendáriz).
Cualquier parecido con el clásico estadounidense The champ (El campeón, King Vidor, 1931), escrito por Frances Marion, no es casual: el argumentista Rafael García Ibáñez y Bo sólo cambiaron la profesión de boxeo a fútbol y agregaron algún que otro detalle menor, entre ellos dos de la vida privada de Armando: la lesión en una pierna que lo obligó, siendo muy joven, a abandonar el ansiado básquet cambiándolo por el cine, y el hecho de estar casado con una “copetuda”, como lo era “la Nena” Machinandiarena. Leopoldo Torres Ríos y Leopoldo Torre Nilsson dirigieron El hijo del crack, un intento de Bo por lograr otro golpe de gracia como el de Pelota de trapo (Torres Ríos, 1948) destacando los aspectos sentimentales y dramáticos y alternándolos con numerosas tomas de juego filmadas en la cancha de Independiente. Salvo un par de ángulos de cámara inclinados, no se advierte la mano de Nilsson: a diferencia de El crimen de Oribe (su primer film conjunto, 1949-1950), esta otra colaboración entre padre e hijo es un Torres Ríos en estado puro, aunque menor.
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