domingo, 4 de mayo de 2025

TEMAS / EN PRIMERA PERSONA

Alboroto en el palacio del cine (IV)

A pesar de la indignación de los representantes de esos menguantes partiditos de (lo que resta de) la izquierda y de la furia de algunos dirigentes del kirchnerismo, que antes de las elecciones presidenciales 2023 clamaban “¡No podemos permitir que gane la derecha!”, es preciso concluir que sí, lo permitieron. La mayoría del “pueblo” –palabreja que tanto les gusta enarbolar– votó a ese tipo estrafalario que desde el primer día comenzó a cumplir con sus amenazas.

   Entre ellas, sanear los organismos estatales, infestados de corrupción, evidente en cada cajón de escritorio, en cada word y en cada excel que se abría. El Instituto no fue la excepción, y allí fue cuando ardió Troya. Los tres artículos que antecedieron a este dejan en claro al menos un hecho: son contados con los dedos de las manos los productores-directores que no filmaron con crédito y/o subsidio del organismo. Desde 1957, entonces, están acostumbrados a depender del Estado para filmar (ahora, grabar) sus devaneos personales, que en algunos casos, es preciso admitirlo, confluyen en un film interesante, logrado, entretenido, popular, y en muy pocos en alguna obra maestra. La pregunta más o menos pertinente sería: antes del Instituto, ¿cómo hicieron Mario Soffici, Lucas Demare, Leopoldo Torres Ríos, Hugo del Carril y Leopoldo Torre Nilsson –entre muchos otros, claro– para lograr maravillas como Prisioneros de la tierra (1939), La guerra gaucha (1942), La vuelta al nido (1937), Las aguas bajan turbias (1951-1952) y La casa del ángel (1956) sin un Instituto que los cubriera?

La vuelta al nido: Amelia Bence y José Gola

   La respuesta es simple: contaban con empresas productoras estables, que no dependían de “meter un éxito” para subsistir, que daban trabajo a decenas de empleados en sus oficinas y en sus estudios. Con productores independientes que arriesgaban capitales que acaso ni siquiera eran propios. Con entusiastas como los socios de Artistas Argentinos Asociados, como el potentado Olegario Ferrando (Pampa Film), como la familia Mentasti, como A. Z. Wilson. Es triste admitirlo, pero desde 1957 en adelante aquel sistema de financiación privada fue acomodándose a la protección estatal, con el resultado bien conocido que llevó a la incómoda situación actual, en que actores, directores, productores y técnicos lloran a los gritos que el Instituto se mantega, digamos, cauto, antes de reanudar su actividad habitual. Actividad que, también hay que decirlo, debería retomar el sistema de créditos y cancelar, o al menos atemperar, el de subsidios, otorgando prioridad a proyectos de calidad y no a documentales pedorros cuyos hacedores se miran el ombligo y echan o alejan a los espectadores del Gaumont, sala que, por otra parte, sobrevive por el bajo precio que cobra por las localidades.

   En uno de mis artículos anteriores incluí una observación del Heraldo (¡de 1963!) acerca de la enorme cantidad de empleados que se amontonaban gestión tras gestión. Lo que voy a contar a continuación tal vez –si es que lo lee– predisponga en mi contra a Adrián Muoyo, el actual director de la Biblioteca de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC) del Instituto. Conozco a Adrián desde que era el segundo de su anterior directora, la entrañable Beatriz Zuccolillo, esposa del no menos entrañable Hernán Gaffet. En mi calidad de investigador del cine he visitado en los últimos años ese rincón del viejo edificio de Moreno y Salta, cuyos estantes parecen contener todos los libros de cine del mundo, siempre cordial y amistosamente atendido por Adrián y sus asistentes, Octavio y los Julio. Hace pocos días me encontré por casualidad con un joven-viejo empleado del Instituto (uno que trabaja, y me consta), quien me contó la novedad: “Echaron al pibe de la Biblioteca”. En mis útimas visitas (2022-2023), en efecto, había un pibe, nuevo para mí, cuyo nombre no recuerdo, aunque sí su apellido: desde mi ubicación en la Biblioteca podía seguir su actividad, la más adecuada para un principiante, esto es, recortar artículos de diarios y pegotearlos a una hoja en blanco. El pibe se pasaba el tiempo todo pelotudeando con su celular, que sólo abandonaba cuando veía que Adrián andaba cerca. Eso es (era) un auténtico “noqui”, aunque concurriera a diario. Su apellido es Laclau.

   Supongo que no faltará algún “indignado” que me salga al cruce –y esto suponiendo que mi blog tenga algún lector más allá de mis amigos más cercanos–, diciendo algo así como “vos, Daniel, no podés criticar porque trabajaste para el Instituto”. Y es cierto: trabajé, siempre bajo contratos temporales, y a las pruebas me remito:

• Integré la oficina de Prensa del Festival marplatense en sus ediciones 1968 y 1970.


• Cuando Manuel Antín asumió la dirección le presenté el proyecto de crear un Departamento de Publicaciones, que no sólo aprobó sino que lo puso en marcha… poniendo a cargo del mismo a su correligionario Luis Gregorich, excelente periodista con quien compartí la redacción de La Opinión. No obstante, en el Departamento de Publicaciones “de ellos” publiqué tres ediciones del Catálogo del nuevo cine argentino, y hubo una cuarta, que edité y entregué pero no fue publicada, quedó impaga y pude cobrar tan sólo durante la gestión de Julio Márbiz.

• En 2002 colaboré con sendos artículos para dos números de la revista Raíces, que dirigía Rubén Tizziani con financiación del Instituto: el cheque por la segunda colaboración, me informaron el jueves 27.2.2003 en la sucursal Liniers del Banco Río, carecía de fondos –y Tizziani lo sabía–, pero la amabilidad del empleado bancario, a los que tanto solemos defenestrar, hizo que de todos modos me lo abonaran.

• Volví al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata durante la gestión de José Miguel Onaindia –otra, dicho sea de paso, intachable desde cualquier punto de vista–: desde la edición 2001 fui productor artístico a cargo de la sección América Latina XXI y editor del Catálogo, y debo admitir que amé hacer ese trabajo, en comunión con mi amigo Claudio España, rodeados de gente joven y macanudísima. Sin embargo, el idilio concluyo de manera abrupta cuando, en abril 2005, mes en que se definían los nuevos contratos se me informó que el mío no sería renovado por orden del “presidente” Coscia, “por no ser del palo”, se me dijo, esto es, simpatizante del ex peronismo. Entablé una demanda, y la gané.

• Por eso, por haberla ganado, fue que colaboré en las ediciones 2015 a 2019 del Festival pero en forma ad honorem y sólo por el placer de secundar a José Martínez Suárez en su proyecto personal, la publicación de sendos libritos en homenaje a actores, directores, escitores y técnicos. Me “pagaban” con el viaje, el hotel y las comidas, pero eso lo recibe cualquier gil con buenos contactos.

Cannes, mayo 1985, con Hugo Paredero y Jorge Abel Martín

   En cuanto los famosos “viajes al exterior”, debo ser el hazmerreir de mis colegas periodistas, que, al menos en lo que va de este siglo, prácticamente hacían fila ante la oficina de Bernardo Bergeret, gerente de Asuntos Internacionales, mangueando pasajes a Cannes, Berlín, Venecia o donde fuera mientras durara el jolgorio. En mi caso, fui enviado por La Razón a Cannes (1985 y 1986). Un día, Antín me convocó a su despacho y me dijo: “Daniel, tengo que darte un pasaje para que vayas a Huelva porque José Luis me lo pidió”. Palabras más o menos, de la cuales el imperativo tengo es la que recuerdo con precisión, la frase ponía en evidencia que: a) si fuera por él jamás me hubiera invitado a ese festival, y b) que tenía que hacerlo para quedar bien con José Luis, no conmigo. José Luis Ruiz Díaz era el director del Festival de Cine Iberoamericano que cada fin de año se desarrolla todavía en Huelva. Desde algunos años antes, José Luis, en su viaje anual para seleccionar material, se había tomado la costumbre de invitarme a almorzar o a tomar un café –más bien lo segundo– con el propósito de que le recomendara títulos recientes y le suministrara los consiguientes contactos pre internet. Como por ello no me deslizaba ni una peseta, y sabiendo que ése es un trabajo que debe pagarse, juzgó conveniente invitarme a la edición 1986: el Festival ofrecía hotel y comidas pero no podía (o no quería) costear mi pasaje, lo más caro. Así fue que viajé. Luego hubo un viaje a Palermo, para una muestra de cine argentino: no fui invitado por el organismo, pero sé que los pasajes estaban a su cargo: Este fue el cuarto y último a expensas del Instituto, los de cabotaje no cuentan: a Mar del Plata, Bariloche o Punta del Este siempre invitan a cualquier pelagatos. ¿Quedó claro? [“Like a crystal”, le respondía Tom Cruise a Jack Nicholson en memorable secuencia de A few good men (Cuestión de honor, Rob Reiner, EEUU, 1991-1992)].

   Cuando encaro un artículo me gusta creer que lo estoy escribiendo para un lector inteligente. Si es así, ya se habrá dado cuenta de que esta miniserie de terror y suspenso tuvo como finalidad exponer una situación insostenible. El actual director del Instituto, Carlos Pirovano, a quien no conozco y cuyo nombre y profesión ignoraba hasta un año atrás; Pirovano, decía, ha dispuesto de un largo año y pico para poner la casa en orden: es hora que él y su gente (o lo queda de ella) tomen el toro por las astas y retomen la actividad tal y como lo indica la ley respectiva, procurando acabar con los favoritismos. Pero también sería menester que la gente de la industria se dejara de joder con las agresiones y los insultos, admitiera el haber sido parte del problema y terminara con su papel de eterna víctima.


Suelo verlos los domingos, alrededor de las 8, cuando salgo a mi caminata. Salen de los boliches de Flores, borrachos, transpirados, enceguecidos por la luz del día, peleando a los gritos, a menudo a las piñas, mientras sus mujeres les gritan y separan ("¡¡Déjale, déjale!!"): ocurre que se les acabó la fiesta. Es igual con los cineastas “progre”: se les acabó su propia fiesta de subsidios estatales, han perdido el rumbo, no saben qué harán sin la teta de mamá Estado, y entonces, borrachos de ira, gritan su frustración, su resentimiento y su incapacidad de gestión, no por las calles semivacías de Floresta sino por las “redes sociales”.

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