PERFILES / EN PRIMERA PERSONA
Las unas y la otra
Por mi doble
profesión de periodista y agente de prensa he tenido que tratar a mucha gente
del espectáculo (actores, directores, productores, técnicos, distribuidores),
de la mayor parte de los cuales guardo excelentes recuerdos y casi ningún
amigo, en el real sentido de esta palabra. Durante una filmación o coincidiendo
en un viaje o en un festival todos nos “amamos” aunque sabemos que lo más
probable es que no volvamos a vernos, o nos veamos al azar de la casualidad.
Los actores, en particular, suelen ser muy utilitarios, sobre todo con los
periodistas, sus presas favoritas. Algunos periodistas, a su vez, se travisten
en cholulos y se desviven por los favores y la amistad de los actores.
En este sentido, debo consignar una
excepción a la regla: en el viaje de ida y durante la estancia en Cannes 1985,
Norma Aleandro se aplicó puntillosamente a ignorarme en la misma medida en que
le sobaba los calcetines a un colega; acaso Aleandro intuyera, sin que nos
conociéramos de antemano, la tirria que yo sentía por ella en tanto ser humano,
alimentada durante años por amigos comunes que la conocían muy bien y no
ahorraban anécdotas acerca de sus desplantes y, sobre todo, de su absoluto
desprecio por el resto de los seres humanos, incluyendo a su hermana, la gran María
Vaner. Aleandro es una actriz notable, y la prueba definitiva de ello es lo
bien que disimula ese desprecio tras una pátina de bondad y comprensión.
También, presumo, es una persona inteligente: no me parece descabellado que
olfateara mi silencioso ninguneo. Vale recordar algo que Liv Ullmann contaba
entre amigos, tras compartir con ella un rodaje: dijo que sólo odiaba a tres
personas, Adolf Hitler, otra cuyo nombre no recuerdo y Norma Aleandro. Otra
anécdota que la pinta tal cual es: para el personaje Silvia de Sol de otoño (1996), Eduardo Mignogna
había convocado a Norma Pons pero, antes de que comenzara el rodaje y honrando
su legendaria fama de jodida, madame
consideró oportuno que el personaje de su amiga lo animara su amiga Gabriela
Acher, algo a lo que el director accedió sin avergonzarse. “Nosotras tenemos la
culpa, por endiosarla, por decir que es una mina bárbara. A mí, Norma Aleandro
me defraudó, me decepcionó. Que se entere todo el mundo. Lo que me hizo no
tiene nombre. Ella, Federico Luppi y yo íbamos a protagonizar una película. ¿Y
a qué no saben lo que me hizo? Fue y le dijo al director Eduardo Mignogna que
quien daba mejor el papel que yo era Gabriela Acher. No la voy a perdonar
mientras viva”, rumió Pons ante un cronista de El Expreso (19.3.1996).
María Vaner, precisamente, fue una de esos
amigotes que la profesión me puso en el camino: considero amigote a una persona a la que aprecio y de cuya ocasional compañía
disfruto, aunque no lleguemos a esa especial intimidad que conlleva la palabra
amigo. “Marilín”, y también Linda Peretz, Luisina Brando, Elsita Daniel, Pablo
Brichta, Elena Tasisto, Laura Palmucci, Beto Brandoni, Sandra & María, Ana
María Casó, Adrián Ghío, Juanjo Camero, Pepe Soriano, Ana María Picchio,
Bárbara Mujica, Héctor Alterio, Marcela López Rey, Marta Bianchi, Eva Dongé y
Golde Flami son algunos de esos amigotes ante los que sentía placer al
encontrarlos, buena gente más allá de su condición en la escala social de la
farándula. Pero hubo cuatro mujeres-actrices que de algún modo exceden esa
categoría tan arbitraria y a las que consideraba amigas.
Cipe
Lincovsky (1931-2015) fue la primera. La conocí una tarde de finales de
1967, cuando le abrí la puerta de un departamento de Cangallo y Paraná donde
funcionaba la oficina de producción de un film vergonzoso titulado Mannequin
alta tensión, de cuyo director, un italiano chanta llamado Massimo Alviani,
yo oficiaba de “che pibe”, desde servir café hasta traducir el guión del
portugués al castellano. Como sea, Cipe aceptó interpretar el personaje de la
macumbera Johanna Da Souza, tocada con exóticos vestidos largos y en todo
momento blandiendo un cigarrillo al que agarraba como si se tratara de un
porro. Años más tarde le pregunté por qué hizo ese papel infame y su respuesta
la pinta de cuerpo entero: Alviani había invocado una recomendación de Alberto
D’Aversa, otro italiano que trabajó en la Argentina, que por entonces residía
en Brasil y al que Cipe quería y respetaba; ¿cómo iba a negarse?
Cecilia Lincovsky aún no era “la reina del kabaret” que devendría poco después: en aquellos tiempos era una actriz notable, formada sobre el escenario del IFT –del que su padre fue uno de los fundadores–, en el que hasta se le animó a una solitaria puesta en escena (Profundas raíces, de James Gou con música de Paul Dessau, noviembre 1959). En aquellos tiempos los programas del IFT la mencionaban indistintamente como Zipe, Cipe, Linkovsky o Lincovski. Aunque en el futuro haría cine y TV, el teatro era su templo y ella una de sus sumas sacerdotisas. En 1968 filmó en Chile una producción germanofederal, Tomasa, dirigida por un joven talentoso llamado Dieter Kautzner. El film concursó en Mar del Plata 1970, yo publiqué una minicrítica en el Heraldo del Cine, a Cipe le gustó, me llamó por teléfono y así tuve el privilegio de comer por primera vez sus riquísimas milanesas en su legendario piso de Viamonte al 2500 del que jamás se mudaría. Poco después quiso que fuera su agente de prensa cuando estaba por estrenar su espectáculo de kabaret literario. Era mágico, créanme: tocada con un bastón, una galera, ajustados shorts de cuero negro, una blusa de seda negra y abundante bijouterie, todo ello provisto por Mary Tapia, desplegando su frondosa pelambre rojiza y enrulada, desgranaba viejas canciones de Brecht & Weill, Prévert y Brassens, decía intencionados poemas de Girondo, se metía, respetándolo, con un público sofisticado que pagaba una pequeña fortuna para sentarse codo con codo en el subsuelo de Balcarce 605 y que a pesar de ello se rendía, fascinado, estupefacto, al enorme talento de esa extraña criatura que desde el programa prometía Yo quiero decir algo. Y vaya si lo decía.
El 5º I de Viamonte era casi de dominio
público: Cipe era una excelente anfitriona y allí se celebraba todo lo celebrable,
desde las 100 representaciones de su show hasta la introducción en
sociedad de Jeanine Meerapfel, que la dirigiría en La amiga (1987-1988),
sin olvidar que por allí pasaron sus compinches internacionales: Béjart &
Donn, Lindsay Kemp, Robert Sturua. Otra característica destacada de Cipe era el
riesgo: si bien intervino en muchas temporadas, digamos, convencionales, el
teatro era para ella algo más que sacarle el jugo a un personaje o una simple
fuente de ingresos. Ella reclamaba más, y así intervino en espectáculos
concebidos por ésos y otros artistas de vanguardia. Adoraba hacerlos, se
divertía y aprendía: pocas actrices argentinas se han jugado tan a fondo como
Cipe.
Cuando fui su agente de prensa, ella era
quien me pagaba lo convenido. Un sábado de junio 1971 pasé al mediodía por
Viamonte, tal como habíamos quedado, para que me abonara una cuota. Me llamó la
atención que no me hiciera pasar: por la puerta entreabierta advertí la sólida
mesa de madera tendida para dos y el ambiente en penumbras, tan luego Cipe, que
adoraba la luz plena que entraba a raudales desde su terraza-jardín. De pronto
divisé la figura de un hombre, joven y buen mozo, reconociendo de inmediato a
un actor español que estaba en Buenos Aires filmando el papel de Clemente Ordoñez
en la insulsa versión Murúa de Un guapo del 900. Presurosa, Cipe me dio
un rollo de billetes, me besó y me despachó sin más. Cuando conté los billetes,
todos de 5 pesos, faltaba uno, del que todavía soy deudor. Recuerdo haber
sonreído y pensado: “feliz siesta, querida amiga”.
Julia
von Grolman (1935-2013) trabajó muy poco desde sus inicios a comienzos de
los 60, en parte porque no gustaba embarcarse en cualquier cosa, en parte
porque cultivaba un perfil bajo, ajena a todo chimenterío “del ambiente” aún en
épocas en que éstos no acaparaban toda la TV; porque era rigurosa a la
hora de seleccionar sus trabajos, pero también porque no necesitaba de ellos
para mantenerse. Era hija de una Serantes Saavedra casada en octubre 1931 con
Gunther von Grolman, quien devino un eminente oftalmólogo y renombrado
investigador, docente y autor de libros sobre su especialidad y que supo ser
director del Servicio de Oftalmología del Hospital Alemán entre 1938 y 1959.
[Otro von Grolman, Enrique D., fue elegido vicepresidente de Lumiton en abril
1958: ignoro si era pariente]. Julita debutó como miembro de la “romería” en la
célebre puesta de Margarita Xirgú de la Yerma lorquiana interpretada por
María Casares y Alfredo Alcón en el San Martín (mayo 1963). Ese mismo año hizo
su primer film, Primero yo, de
Fernando Ayala, y se unió al grupo teatral Yenesí que orientaba Julio
Tahier, en ambos casos con el pseudónimo Soledad Vértiz, que no volvería a
utilizar. En 1967 integró el elenco de dos puestas de Leopoldo Torre Nilsson de
sendas obras de Pinter, The homecoming y The birthay party, en
las que conoció a quien sería su amigo para siempre, entonces asistente de
dirección: Oscar Barney Finn. Su primer personaje importante en el cine se lo
posibilitó Raúl de la Torre en 1969 en Juan Lamaglia y sra., donde pudo
demostrar al fin su enorme talento luego de compromisos menores en films
también menores.
Mario David le ofreció el papel de la fría Alma de Paño verde (1962), y otro gran momento se lo brindó Alberto Lecchi en Perdido por perdido (1993), donde sorprendía al espectador que esperaba que su personaje (Arregui, un ejecutivo) fuera un hombre. Su director más asiduo fue, claro, Oscar, quien siempre le tenía reservado un personaje (protagónico o de apoyo) tanto en sus films cuanto en sus especiales televisivos. En La balada del regreso (1973) fue, además, la productora ejecutiva; de Comedia rota (1978) fue también la autora del argumento original y, con Oscar, del guión, así como la financista junto con su esposo, Jorge de Alvear, con quien se casó en su madurez; en El salón dorado, el episodio de De la misteriosa Buenos Aires.... (1981), fue una maravillosa, contenida Ofelia, la mucama; y en Cuatro caras para Victoria (1988-1991) ofreció el mejor retrato posible para Victoria Ocampo.
En el enorme piso familiar de la avenida
Santa Fe entre Paraná y Uruguay oficiaba socialmente cuando era soltera: allí
se celebró el estreno de La balada del regreso; luego, ya casada, en su
piso sobre Libertador hubo más celebraciones. Julia era una mujer alegre,
fumadora empedernida, un whisky siempre a mano, por lo general acompañado por
trocitos de queso cremoso. La conocí cuando hice la prensa de Universexus,
un temprano musical de Pepito Cibrián del que era productora asociada
junto con Miguel Zysman, pero estrechamos relaciones en 1972, cuando su
entonces amigo Alberto Almada le sugirió que me contratara para ser su agente
de prensa personal.
La recuerdo llegando temprano al
departamento de Oscar, cargada de bolsas con vituallas para ayudarlo a preparar
las delicias con las que festejaríamos su cumpleaños. La recuerdo, ya en su
declive, arrastrándome imperiosa al balcón de otro departamento de Oscar y a
ocultas de su esposo para que le convide un cigarrillo –fumábamos la misma
marca– que ya tenía prohibido. Decir, además, que era una mujer bellísima sería
redundante: Julia von Grolman fue la más directa heredera del trono que dejó
vacante Delia Garcés, es decir, el de una actriz que no necesitaba “actuar” de
distinguida, de mujer “con clase”, ya que –como Garcés– lo era naturalmente
aunque sabía dejar de serlo cuando su personaje se lo requería, como en su
fría, perversa, codiciosa Elena de la versión televisiva de A sangre fría.
Representó un tipo de actriz (un tipo de mujer, en realidad) a la que no puede
calificarse sino como fascinante, una línea que incluye a Alida Valli, Lauren
Bacall, Audrey Hepburn, Anouk Aimée, Gena Rowlands y, en la Argentina, también
Mercedes Sombra, Chunchuna Villafañe y Mónica Galán: parecería mucho pedir
otras damas por el estilo en una época estéticamente tan desoladora como la
actual, en la que el modelo de mujer a seguir parecería ser Wanda Nara...
Acaso por haber desplegado tanta belleza,
tanta elegancia, tan espléndido porte, la vida fue cruel con ella: los últimos años
los pasó postrada, enferma del mismo mal que le había escrito al personaje de
su propia madre (Elena Tasisto) en Comedia rota. De Julia heredé su
habitual muletilla “Olvídalo, cariño”.
Un día de 1975 recibí en la redacción de La
Opinión el llamado de Armando Bo. Dijo que él e Isabel Sarli querían
conocerme y dos días más tarde, hacia el mediodía, en su diminuta oficina de
Lavalle y Riobamba, me explicaron por qué. “En el local de Aerolíneas
Argentinas en Nueva York había un ejemplar de Antena, y leímos que
fuiste el único periodista consultado que incluyó una película nuestra. Por eso
queríamos conocerte, para agradecértelo”. En efecto, esa revista organizó una
encuesta entre diez críticos acerca de los mejores films argentinos de la
historia y yo, temerario, incluí Carne (1968), especie de summa
de la obra de ambos. Desde entonces, para ellos fui “Lopecito” en una amistad
que me honró. Jamás me pidieron un favor, nunca siquiera me sugirieron que
publicara alguna noticia en particular: fue una amistad sencilla, intermitente
pero sólida, hecha de domingos en la quinta de La Reja, de comidas pos estreno
en La Cabaña, de almuerzos en la casa en Martínez. El festejo de cumpleaños de
Isabel, el 9 de julio de 1981 (el último en el que Armando participaría) fue
celebrado en su casa, al mediodía, con un asado previsto al aire libre pero que
la lluvia obligó a servirlo en una habitación a los fondos que ofició de
quincho: me enorgullece recordar que, a la hora de ubicarnos en las mesas,
Armando pegó un grito (“¡Lopecito, vos te sentás aquí!”) y me hizo compartir su
mesa con ellos y con el matrimonio Tinayre. Armando muchas veces había
demostrado un profundo, genuino amor por la Argentina, y ese día hizo un
brindis “por la Patria” y pidió a los invitados que lo acompañaran a cantar el Himno
Nacional: sólo un sentimental como él era capaz, en un país cuyos
habitantes le tienen tanto temor al ridículo, de un acto semejante, que por lo
espontáneo y sincero provocó más de un lagrimón.
Tras la muerte de Armando, poco después ese mismo año, la amistad con Isabel Sarli (1929-2019) continuó incólume. No nos reuníamos con frecuencia, pero el teléfono era un vehículo perfecto. Isabel era el tipo de persona que, por ejemplo, si sabía que mi perro estaba enfermo, era capaz de llamarme dos o tres veces al día para preguntarme cómo estaba (el perro) y hasta ofrecía enviarme a sus veterinarios (Dani Tinayre y su compañero). Otras veces me preguntaba si conocía a tal productor que le estaba ofreciendo un trabajo, y si era confiable. Un distribuidor paulista, a quien conocí en los 80, me rogó que la convenciera para que filmara con él, pero Isabel le contestó que ya no estaba para esos trotes. Cuando convalecía tras una operación riesgosísima en su cerebro una colega periodista “estrella” llegó a ofrecerme dinero para que le consiga una entrevista exclusiva en su lecho de enferma, algo que ni siquiera le mencioné. Coincidimos en un viaje a un festival en Sicilia y luego pasamos juntos unos días en Roma, almorzando casi a diario en la casa de mi amigo Ernesto Pérez, donde yo paraba: ésa era la Isabel que más me gustaba, libre de fotógrafos, periodistas y admiradores, capaz de apropiarse, sin disimulo alguno, un cenicero en un restaurante “para la colección de Jorge” (Barreiro) y luego otro, para mí, “porque a usted también le gustó”. Por cierto, siempre nos hemos tratado de “usted”, aunque en los últimos tiempos ella decidió tutearme, cosa que yo nunca logré. Para quienes la conocieron de verdad, Isabel Sarli era todo lo contrario de una diva o una diosa, esos calificativos tan de maricones: tipa sencilla, de gustos comunes, nada extravagante, sensata, generosa en extremo, solidaria. Una amiga de verdad.
“A veces es posible herir a nuestros enemigos,pero eso no es nada comparado conlo que podemos hacer contra nuestros amigos”.Pauline Kael, The Citizen Kane Book: Raising Kane (1971).
El
viejo pero siempre “gauchito” Citroën 2CV avanzaba por Rivadavia hacia el Oeste
todo lo raudamente que le era posible aquel viernes 12 de enero 1979: Lita
Stantic me llevaba a un día de filmación de una producción suya, que cubriría
para La Opinión. Conocía a Lita desde mediados de los 60, cuando ella y
Pablo Szir traían sus cortos al Cine Club Núcleo, y seguimos encontrándonos ya
en un plano profesional, ella como jefa
de producción y yo como agente de prensa, en un par de films del Gordo David
hechos uno detrás del otro en 1973. La respetaba y la respeto por sus
convicciones, por su capacidad de trabajo y también por su fuerte carácter tras
el cual se oculta una auténtica dulzura eslava.
Cuando
llegamos a la casona que oficiaba de set, en Parque Leloir (Castelar), me impresionó el silencio imperante,
esto es, lo contrario a la habitualidad de un rodaje, todo nervio y barullo.
Nunca supe si fue deliberado que un periodista fuera testigo de ese día de
filmación en particular, en el que se rodaba la secuencia en la que una interna
del hospicio para enfermos mentales y su marido que la visita tienen una tensa
conversación en el jardín, en torno a un árbol añejo. Esa secuencia fue
determinante para que, en septiembre de ese mismo año, el jurado del festival
de Montreal decidiera otorgar el premio de interpretación femenina a la actriz
en cuestión. Esa secuencia, su visión ya en la pantalla, me hicieron escribir
que “la Magdalena que” la aludida “compone a golpes de talento, a fuerza de
registros insospechados, es un logro que se parece a un milagro. Pocas veces
una actriz argentina alcanzó picos tan conmovedores y cimas dramáticas como
ella [...] y hubiera sido en verdad injusto no destacarlo”.
Fue después de ese artículo
que poco a poco devinimos amigos: admitió que sabía que yo iría aquel día en el
que debía interpretar una escena tan fuerte, y que eso aumentó su nerviosismo.
[Tal parece que yo mismo gozaba de una pequeña fama, tal vez menos por
merecimiento propio que por el medio en el que entonces escribía: poco después,
tras una privada en Alex fui invitado a una comida en un restaurante cercano y,
los que no teníamos coche, fuimos acomodados en los ajenos. Me tocó sentarme al
lado de la conductora, Alicia Bruzzo, y, como corresponde, me presenté: tras un
instante de recopilación mental, me dijo, palabras más, palabras menos, “¡Ah!,
sí, vos sos el hijo de puta que escribe algo que parece bueno pero en el fondo
nos estás cagando…”].
En aquellos tiempos acababa de
separarse de su marido más reciente, el trabajo le escaseaba, debía mantener a
sus hijos, los tres apiñados en un departamento pequeño de Palermo, en Coronel
Díaz al 1500, el primero que visité en esas épocas de vacas flacas. Después del
premio en Montreal le surgieron ofertas, pero no fue fácil su ascenso en lo
económico. De la pizza en su casa (que yo llevaba) pasamos a frecuentar El
Barrilito o el Edelweiss, casi siempre en compañía de amigos comunes, como Aída
Bortnik –que poco después dejó de ser su amiga–, Luis Mazas y Teresa Yuño, su
representante. Se sumaron críticas ditirámbicas y varios premios locales e
internacionales. Y, por si no bastara, comenzó un romance con un director
teatral y todos fuimos felices al enterarnos de que, tras años de convivencia,
habían decidido casarse.
Cuando
Gabriel García Márquez le regaló su primera pieza teatral quiso que yo fuera el
agente de prensa en su estreno en el Cervantes y en el verano siguiente en Mar
del Plata. Cuando fui uno de los organizadores de una semana de cine argentino
en Mar del Plata le pedí que fuera la presentadora, y lo fue, sin cobrar un
peso, por amistad, o eso supuse. Estuvo en casa para mi cumpleaños nº 50 y en
otras oportunidades, para comidas informales entre amigos. En algún momento
quiso capitalizar el estrepitoso éxito de una comedia publicando su
autobiografía: ella decidió que fuera yo quien la escribiera (lo que en el
negocio editorial se denomina “escritor fantasma”), pero a poco de avanzar
advertí que podía hacerlo por sí misma, y así lo hizo.
Con esa
sonsa comedia teatral llegó el dinero. Mucho dinero, tanto como para costear la
fiesta de casamiento en el Patio Bullrich, comprar un piso enorme en Recoleta y
pequeños departamentos para los hijos –los suyos y el de su esposo– y, para
quienes la conocíamos, muy insólitamente también uno en Miami. ¿Miami, ella,
que presumía de su relación con Fidel y de su amistad con Gabo, el
propagandista-estrella del Comandante Supremo del Socialismo del Tercer Mundo?
Algunos no lo entendíamos. Yo seguía llamándola, como siempre, para fin de año
y para su cumpleaños, el 11 de febrero (el mismo día en que nació otra amiga
que le debo al cine, Paulina Fernández Jurado), pero me topaba con un
contestador automático en el que dejaba grabado mis saludos. Nunca más tuve respuestas:
estaba en Miami. Nunca más volvió a llamarme: estaría en Miami. Jamás supe el
por qué: quizá porque para esos años finales de los 90 no escribía en diario
alguno y consideró que ya no podía serle útil. Años después hubo un llamado,
sin embargo: necesitaba un dato. Y hubo otro llamado, tiempo más tarde, del hombre de su vida:
necesitaba varios datos. De más está decir que no los satisfice. Para entonces
estaba muy dolido, muy desencantado, adhiriendo rabiosamente a Ben Hecht, quien
escribió un libro titulado I hate
actors. Ni ella seguía siendo “una chica de barrio” ni yo
su “amigo del alma”, según dedicatoria en su opus único aquel ya tan lejano marzo 1995.
En 2015 vi
por televisión un spot en el que declaraba su apoyo al Frente para la Victoria, a “nuestra
querida Cristina” y al “recordado Néstor”. No pude dejar de sonreír con una
mezcla de amargura y socarronería: también había dejado de ser la simpatizante del radicalismo que en 1983 me
había casi obligado, en complicidad con Aída, a afiliarme al partido para
apoyar la candidatura presidencial Raúl Alfonsín. Some people change.
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