CHUCHERIAS
Otras historias breves
El refranero
Aunque escrito por el brasileño Abílio Pereira de Almeida, el argumento de su comedia teatral Alô 36-5499 así como el de la versión cinematográfica realizada en Buenos Aires con el título Deliciosamente amoral (Julio Porter, 1968) responde con puntualidad a un dicho popular al que creí argentino: “puta la madre, puta la hija”. La madre Myriam de Urquijo, a la que todas las crónicas prefirieron catalogar como “despistada” cuando no “enferma mental”, en principio tuvo a Libertad Leblanc con otro hombre (“uno lindo”, no como su esposo Rodolfo Onetto), con la esperanza de que su segundo hijo no le saliera tan feo como el primero (Roberto Guthié). Ya con su propósito cumplido, y con la nena bien crecida, consiente y apaña todas sus aventuras amorosas: “A ella le gusta salir, vestir bien, divertirse” es más o menos su discurso permanente, cuando toda la evidencia indica que la nena es una puta que “se divierte” y “sale” con señores maduros a cambio de dinero o regalos, siempre con la excusa de solventar los gastos familiares; además, es casi violada por su falso padre y abandonada por su novio, tras todo lo cual hace votos (tardíos) de celibato. En fin..., no hay nada peor que un film sobre putas pero con discurso moralista. En cuanto al citado refrán, siempre pensé que era propio de los argentinos, más aún, de los porteños, hasta que vi por TV el film español Jamón jamón (Bigas Luna, 1992) y me llevé la sorpresa de que sus créditos finales identifican a dos de sus personajes femeninos, una madre (Anna Galiena) y su hija (Penélope Cruz), no por sus nombres de pila sino respectivamente como “puta la madre” y “puta la hija”. Otros ejemplos que me vienen a la memoria: Iris Marga y Elsa Daniel en Ufa con el sexo (Rodolfo Kuhn, 1968), Ellen Burstyn y Cybill Shepherd en el clásico The last picture show (La última película, Peter Bogdanovich, 1971) y Theresa Russell y Denise Richards en Wild things (Criaturas salvajes, John McNaughton, 1997).
Los Laszló
Alto Paraná (Catrano Catrani, 1958) registra la séptima y
última actuación en films locales del húngaro Andrés Laszló, posterior a las
que cumplió en Sombras en la frontera
(Fleider, 1950-1951), La muerte flota en
el río (Vatteone, 1955), Historia de
una soga (Enrique de Thomas, 1956), El
trueno entre las hojas (Bo, 1956-1957), La
venenosa (Morayta, 1957) y El hombre
que hizo el milagro (Sandrini, 1958). En esos años sólo sus allegados
podrían saber quién era y cómo apareció en la Argentina en algún momento impreciso
de fines de los 40, vale decir, en la posguerra. Isabel Sarli, que interpretó a
su esposa en El trueno entre las hojas,
lo recordaba como un hombre singular, algo misterioso, retraído, que hablaba un
castellano dificultoso, pero nada sabía sobre su vida personal. La duda reside
en si se trataba del mismo Andrés Laszló escritor, asimismo húngaro, al que le
fueron filmados algunos de sus textos. De este Laszló hay abundante material en
la internet, incluyendo una página
armada por su hijo homónimo: sin embargo, ni junior ni las otras fuentes mencionan una estadía en la Argentina
ni tampoco que además fuera actor. Lo curioso es que las muy pocas fotografías
encontradas muestran al escritor Laszló muy parecido al actor Laszló. La duda
acaso nunca sea resuelta.
Entradas espectaculares
“Las mujeres nos cuentan su vida como si fueraun escenario donde a cada rato hacen entradas
triunfales”.Adolfo
Bioy Casares, Descanso de caminantes
(2001).
Salvo error u omisión, Cándida (Bayón Herrera, 1939) quizá sea
el primer film argentino en registrar una “entrada espectacular”, entendiendo
por “entrada” la primera aparición en pantalla de su protagonista, ése que el
espectador espera ver y por quien tal vez pagó su ticket. Aquí, luego de planos generales (puerto, vapor llegando,
gente que va y viene), la cámara panea sobre la cubierta y se detiene apenas en
un oficial que se dirige a alguien, instándolo a bajar, para continuar el suave
paneo hasta quedarse quieta mostrando una escalera y, al son de una gaita,
sucesivamente los pies, la pollera con un delantal encima, el torso, las manos
aferradas a los caños laterales y finalmente la cara (pañuelo sobre la cabeza,
anudado al cuello) de “Cándida Loureiro Ramallada”, que baja –la mirada ávida y
a la vez temerosa– la escalerilla del barco que la depositará en su nueva
tierra firme. Algunas “entradas” memorables de la historia del cine son, por
dar algunos ejemplos que clarifican el concepto:
• La de Bette Davis en The letter
(La carta, Wyler, 1940), disparando
todo el cargador de una pistola sobre el cuerpo de su amante, mientras sale de
la casa, baja una escalinata y hasta que la cámara sube al primer plano.
• La de Rita Hayworth en Gilda (idem, Charles Vidor, 1946): George Macready presenta a Glenn Ford a su mujer, a la que la cámara enfoca de espaldas, la cabeza gacha, peinándose frente a un espejo hasta que repentinamente levanta la cabeza, echa hacia atrás la frondosa cabellera y desde el espejo mira a ambos hombres, entrada triunfal esa de Rita a la que se le rindió un debido homenaje en una secuencia de The Shawshank redemption (Sueños de libertad, Frank Darabont, 1994).
• La de Marlon Brando en Apocalypse now (idem, Coppola,
1976-1979), quien tras una larguísima espera y cuando el espectador casi olvidó
que actúa en el film aparece desde una pesada penumbra que sólo muestra la
mitad de su cara.
• La llegada de la jefa de Redacción a la que todos temen y reverencian
en The Devil wears Prada (El Diablo viste a la moda, David Frankel,
2006), enfocada en poses diversas sin nunca mostrar su rostro, apenas una
sucesión de planos cortos desde que baja de un auto hasta que llega a su
oficina arrojando tapado y cartera sobre un escritorio y por fin revelando ser
Meryl Streep.
Otras entradas espectaculares
en films argentinos: Fantasmas en Buenos
Aires (Discépolo, 1942), la de Zully Moreno, la cabeza erguida, un tapado
de pieles sobre los hombros; La señora de Pérez se divorcia (Christensen, 1945), la de Tilda Thamar, en
el apogeo de su belleza; No salgas esta noche (García Buhr, 1945), otra
vez la de Thamar, cuya entrada a la boîte es en verdad
espectacular; Los pulpos
(Christensen, 1947), la de Beba Bidart en una aparición impactante,
luciendo más elegante que nunca antes o después en cine; La novia de la Marina (Perojo, 1948), con una sorprendente
“entrada de villano” a cargo de Luis Rodrigo; Marihuana (Klimovsky, 1950), la de Eduardo Cuitiño,
quien demora en aparecer en pantalla pero al fin lo hace de manera singular; y El
jefe (Ayala, 1968), su secuencia
inicial, la cámara recorriendo los rostros temerosos, expectantes de
cinco o seis hombres sentados en una comisaría, sólo acompañados por el sonido
de una máquina de escribir hasta que de pronto irrumpe –miradas de alivio y
distensión– el que luego sabremos es el jefe de todos ellos, Alberto de
Mendoza, el paso firme, la mirada desafiante, una arrogancia que ese actor sólo
compartía con Lautaro Murúa. Seguramente hay más, pero ahora no las tengo
presente.
La pistola desnuda
Desde los buenos viejos tiempos de Hedy Lamarr y la célebre secuencia
de 10’ de duración en la que aparecía desnuda en el film checoslovaco Ecstasy (Extasis, Gustav Machaty, 1932), una de las obsesiones de
productores y directores ha sido desnudar a sus actrices, propósito no siempre
logrado debido a la molesta interferencia de censuras diversas. En la
Argentina, ellas pudieron permitírselo luego de que lo hicieran sus colegas
nórdicas, francesas e italianas, a mediados de los años 50, y desde Isabel
Sarli en adelante abundan los ejemplos al respecto. Menos frecuentes, en
cambio, fueron los desnudos masculinos, debido quizás a esa petite différence –que en algunos casos
no es tan petite– pero sobre todo
porque el cine fue tradicionalmente orientado por hombres. Dejando a un lado
que, en rigor de verdad, ya se había practicado uno en el film mudo En la
sierra (Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, 1918), el de un bebé
siendo bañado por su madre, Alamos talados (Catrani, 1959) resultó el
film pionero en mostrar a un hombre desnudo (Emilio Guevara), aunque
sólo de espaldas y de perfil, evitando cuidadosamente mostrar sus genitales. Con
posterioridad, y siempre de manera muy tímida, otros films comenzaron a exhibir
hombres “en bolas” –así se decía en el siglo XX: en el XXI los chicos cool
prefiere decir “en pija”–, por ejemplo Alfredo Alcón en Piel de verano;
Osvaldo Pacheco en Villa Cariño; Norman Briski en Psexoanálisis;
Carlos del Burgo en Alianza para el Progreso –el primero frontal–; Hugo
Carregal en ¿De quiénes son las mujeres? –frontal–; Martín Coria en Los
traidores –frontal–; un adolescente y un niño no identificados en Los
golpes bajos; varios extras en Los hijos de Fierro –frontales–;
Víctor Bo en Furia infernal; Federico Luppi en Las venganzas de Beto
Sánchez; extras-soldados bañándose en un río en La balada del regreso;
Nino Udine en Furia en la isla –frontal–; Elio Marchi en El hombre
que ganó la razón –frontal–; Gustavo Belatti en Los chicos de la guerra
–frontal–; Víctor Laplace en Flores robadas en los jardines de Quilmes
–frontal, registro que, parafraseando a John Ford, dejó debidamente impresa la
leyenda–; actores varios en El juguete rabioso (1984); Harry Havilio en Diapasón
–frontal–; casi todo el elenco juvenil de Las colegialas –frontales–;
Jorge Diez en Habeas corpus –frontal, y durante el film entero–; varios
actores en Color escondido; Fernán Mirás en La amiga –frontal–;
Tito Haas en Boda secreta –frontal–; Mario Pasik y Rubén Green en Delito
de corrupción; Facundo Luengo en Picado fino; Cutuli en Sex
Humor® Video; Esteban Prol, Nicolás Scarpino, Gonzalo Rey y Facundo
Saltarelli en Tres veranos; Maximiliano Guerra en Canción desesperada;
Darío Grandinetti en Despabílate amor –frontal–; Germán Palacios en El
sueño de los héroes; Diego Torres en La furia –frontal–; Gabriel
Correa en Invierno mala vida –frontal–; Martín Kalwill en Bajo
bandera –frontal–; Daniel Ritto en Luca vive –frontal–; y Jorge
Román en La León (Santiago Otheguy, F/A, 2005). ¿Alguien ofrece más?
Historietas, cine y dinero
Tal parece que últimamente no hay otro tema que la versión televisiva
de El eternauta, menos para considerar sus valores que para utilizar
políticamente las simpatías terroristas de su guionista original y las fatídicas
consecuencias de las mismas. La miniserie ha conseguido un éxito comercial
indiscutible, lo que recuerda a otro personaje de historieta (que ahora se dice
“novela gráfica”) que hace 75 años también hizo una verdadera fortuna, pero en
los cines. El film Avivato –El rey de los vivos– (Enrique Cahen
Salaberry, 1949) respondía desde su título mismo al comic que Lino
Palacio publicaba diariamente en La Razón, pero la adaptación de Ariel
Cortazzo y el guión de Cahen y Cortazzo partían de un argumento previo y
francés, escrito por Pierre Colombier y René Pujol para el film Le roi des
resquilleurs (El rey de los garroneros, Colombier, 1930), servido
para el cómico George Milton, tan exitoso que mereció una segunda versión en
1945 para otro cómico popular, Rellys. La nueva remake argentina fue un
apropiado vehículo para Pepe Iglesias “El Zorro”, y su éxito de taquillas resultó
fulminante: nunca antes de Avivato
un film, fuera argentino o extranjero, permaneció 10 semanas en el Gran Rex,
una de las salas del país con mayor cantidad de butacas, 3.269 entre plateas
(1.429), pullman (1.300) y súper pullman (540). Y no solo eso: de inmediato,
pasó al Gran Palace (1.200 localidades), donde sumó otras 15 semanas, esto es,
un total de 25 semanas en el centro. A la altura de la 13ª comenzó a ser
programado en cines del resto del país, con resultados asimismo sorprendentes.
Jame Gumb
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