TEMAS
Maricones & tortilleras
“Homosexualidad
significa amor entre hombres,no sólo y no
necesariamente sexo entre hombres”.Fiorenzo Lanchini y Paolo Sangalli, La gaia musa
(Milán, 1981).
Tal vez porque soy homosexual desde que tengo memoria
fue que, en algún momento inadvertido, comencé a prestar atención a los
elementos ad hoc en los films que
veía. Primero en cualquiera, luego, a medida que iba especializándome, en los
argentinos. Poco a poco tomaba nota de situaciones, de personajes, de características.
El advenimiento de las grabadoras de video me permitió ser más preciso,
especialmente en los diálogos: siempre preferí el dato preciso, puesto que la
memoria suele ser traicionera.
Una primera
puesta en letras de molde apareció en 1985 en las páginas de la revista Humor. Luego, seguí tomando notas, que
se tornaron abundantes a partir del “destape” que provocó el retorno del país
al estado democrático y las consiguientes “conquistas” logradas por
agrupaciones como la Comunidad Homosexual Argentina y las que le siguieron. Hoy,
el asunto sería complicado de registrar, habida cuenta de que casi todo film
que se produce incluye algún gay en
su historia y por lo tanto ya nadie se asusta del tema. Bueno, casi nadie, como
se pudo verificar a comienzos de 2025, cuando hubo un duelo a muerte entre
autoridades gubernamentales y algunos militantes extremos.
El artículo
que sigue –un listado, en realidad, que dividiré en varias entregas– se
pretende ameno y está muy lejos de lo que se ha dado en llamar “colectivo
LGBTIQ+”, sigla que sólo pueden pronunciar sus acólitos y que, una vez
descifradas, significan Lesbianas Gays Bisexuales Transexuales Intersexuales
Queers y lo que sea que represente el signo +, que también puede ser
pronunciado “plus” (¡y no “plas”, pedazo de ignorantes colonizados y
tilingos!), concluyendo en que todo ese conjunto de términos lleva a una sola
palabra-madre: homosexual. Añoro los buenos viejos tiempos en que un homosexual
era alguien que gustaba de personas de su mismo sexo, en que un travesti vestía
con ropas del sexo opuesto, en que un transformista utilizaba ropas del otro
sexo pero sólo con fines artísticos, en que un transexual era alguien que
buscaba un cambio de sexo mediante cirujía, en que quien gustaba de ambos sexos
no era codificado.
Detesto el concepto “corrección política”
porque lo considero la más moderna forma de censura ideológica. Detesto a los
activistas gay que, pasando por
“políticamente correctos”, ponen el grito en el cielo televisivo cuando alguien
osa decir un travesti y no una travesti: sólo en tiempos muy cercanos
la Real Academia Española tuvo que
aceptar el término en masculino y en
femenino, los viejos diccionarios lo consideraban un adjetivo, y por lo tanto
carecía de género. Sería prudente que antes de vociferar derechos “de género”
agarraran los libros. Muy pocos años atrás, Esteban Lamothe le dice a su padre
provinciano y algo borrachín, de visita en la Capital, mientras sube a un taxi:
“Tené cuidado al llegar al hotel, hay muchos travestis”; el padre, pícaro, le
contesta: “Que se cuiden ellos...”, diálogo que se escucha en El estudiante
(Santiago Mitre, 2010-2011). Algunos de esos otros tipos que exigen
llorando y a los gritos que el mundo los trate como mujer deberían, antes,
tener los huevos suficientes como para cortárselos, y aún así seguirían siendo
hombres pero sin pene ni testículos: no hay leyes, INADIs, documentos
oficiales, funcionarios cazavotos, subsidios ni grupos defensores de la
“diversidad sexual” que puedan contra la naturaleza: somos lo que somos, malgré
pelucas, afeites, polleras y cirugías.
En mi ya larga vida de puto activo –quiero
decir, sexualmente en actividad– nunca necesité del Estado para que me autorice
a ser como soy, para cambiar mi “género”, para modificar mi nombre a “Daniela”;
no necesito ni deseo mariconear en alguna “marcha” para ratificar mi putez, de
la que no estoy orgulloso pero de la que jamás renegué; nunca aspiré a que el
Estado me permita casarme con otro hombre porque no solo detesto el “matrimonio
igualitario” sino el matrimonio a secas. Además, su terminología provoca
cierta confusión: leo en un diario (27.8.2014), a propósito de Pepito Cibrián,
“el realizador y su marido” (marido: “hombre casado, con respecto a su esposa”,
me explican los diccionarios), lo cual vendría a significar que Pepito es...
¿una mujer? No, lo conozco, hemos trabajado juntos, es varón, hombre,
masculino, como prefieran clasificarlo. En tiempos no tan lejanos, “marido” era
utilizado como broma, entre homosexuales para designar al nuevo amante en la
vida de alguien (“¡Qué marido te conseguiste!”) y entre heteros para enfatizar
la diferencia entre dos simples amigos o dos compañeros de trabajo que andan
siempre juntos (“¿Hoy no viene tu marido?”), con un buen ejemplo en la
legendaria amistad entre Matt Damon y Ben Affleck, a quienes seguramente les
dirían lo mismo pero en inglés. Ahora que esa vieja broma adquirió otro estatus,
parecería pertinente que el vocabulario fuera debidamente adaptado: ya que son tan creativos para establecerlas,
inventen nuevos términos para designarlas. En el caso de los hombres, sugiero
“consorte”, como los de las reinas y las princesas, términos éstos más acordes
con el tradicional vocabulario mariconeril. En el caso de las mujeres… no se me
ocurre ninguno. Añoro los tiempos más discretos en que se utilizaba el término longtime
companion.
Otros lo expresaron mejor que yo: “Bicha
é bicha, macho é macho, mulher é mulher e dinheiro é dinheiro” (Caetano
Veloso en Americanos, 1992); “Cada vez que se
enuncia una pertenencia se levanta un muro” (Alfredo Alcón, 2008); “¡Ah, si «el
amor que no osa decir su nombre», hoy que ha osado decirlo pudiera dejar de
vociferarlo por un instante...!” (Edgardo Cozarinsky, en uno de los relatos de ¡Burundanga!, 2009). Mis amigos Valeria y Néstor,
pareja straight, cuestionaron el
título de esta serie de notas. Debo decir que dudé, y hasta barajé otros, pero
insistí con el original porque no me parece en absoluto descalificatorio: es
coloquial, las personas reales nos mencionan así (entre otras denominaciones
menos divertidas), y hasta las utiliza en sus discursos la “reina” de los
militantes, siempre tan vehemente, tan bien hablado, tan correctito, tan
prolijito. De eso se trata esta serie de artículos, de bajarle al precio a
tanta aburrida “identidad de género”.
Antes de, como quien dice, “entrar en tema”, reproduzco situaciones y/o diálogos vinculados al asunto, menos porque tengan conexión real con el cine argentino que por diversión pura y simple, como para distender:
• Dos mujeres van juntas al baño y nadie piensa que sean lesbianas: dos
hombres rara vez se permiten hacer lo mismo, excepto tal vez para drogarse. Las mujeres se halagan entre sí y
nadie piensa que sean lesbianas: ante un hombre bello, otro hombre sólo atina a
decir –y eso si se lo preguntan– “es fachero”. La primera cuestión fue abordada
en el episodio 5 (Ghost town) de la
4ª temporada de Sex and the city:
Carrie y Miranda comparten una comida con sus respectivos ex Aidan y Steve
cuando se produce este diálogo: Steve: “Debo ir al baño. Me reí demasiado”,
Aidan: “Oye, yo iba a ir”, Steve: “¿Y?”, Aidan: “Somos hombres, no hacemos eso.
Las chicas sí, nosotros no”, Miranda: “Deberían ir… rompan la tradición”,
Aidan: “Claro, soy bastante hombre”, “Steve: “¡Van a decir cosas!”, Aidan:
“Iremos al baño”. Y van.
• Stuart (Kevin Sussman), el patético dueño del local de comics de The
Big Bang Theory, tuvo una cita con Penny, fallida porque cuando se besaron
ella pronunció el nombre de Leonard: cuando cuenta la peripecia, concluye que,
de cualquier modo, éso es preferible a lo que las mujeres suelen decirle:
“¿Sabés que soy un hombre, no?”.
• Un tal Cristian U acusó (julio 2013, por TV, claro está) al periodista Daniel Gómez Rinaldi de haberle mirado el bulto: si fue cierto, hay que felicitar a Rinaldi por su agudeza visual, puesto que los bultos han sido desplazados de la mirada experta gracias a sucesivas modas juveniles. Mi amigo Aldo Romero, asistente de dirección en cine, siempre bromeaba diciendo que se había educado en la Orden de las Adoradoras del Divino Bulto: tanto repitió el chiste que uno de los directores con los que más trabajó, Eliseo Subiela, lo incorporó a los diálogos de uno de sus films.
Esta primera entrega de Maricones & tortilleras atiende ejemplos de films desde que
éstos eran mudos hasta 1939. Encontré apenas uno de la etapa muda, y no en el
film mismo, desaparecido, sino en comentarios periodísticos. Ya en el sonoro,
en las décadas de los 30 y los 40, se advierte que los homosexuales eran
tomados en broma, siempre, aunque en tonalidades diversas: están las
sugerencias insólitas en su contexto (Viento
Norte, Pampa bárbara), algunos
equívocos inocentes, la asimilación del “pituco” al homosexual y, en gran
cantidad, la homofobia pura de la que eran víctimas propicias los modistos y
los coreógrafos. También algunos casos de travestismo. Allá vamos.
• Mujeres viciosas (Julio Irigoyen, 1928): salvo error u omisión, este film mudo parece haber sido el primero argentino en abordar una temática homosexual, presentando a una muchacha que aborrece a los hombres y a otra que aprovecha la situación para inducirla al lesbianismo.
• Los tres
berretines
(NN, 1933). Le cupo a Homero Cárpena interpretar al primer
afeminado/maricón del cine argentino: se llama “Pocholo” –había sido ofrecido
en principio a Angel Magaña, quien lo rechazó– y ya estaba en la pieza teatral
de Malfatti y Llanderas sobre la que se basa, interpretado por Cayetano Biondo.
El personaje sentó precedente y fue reiterado en films subsiguientes de los 30
y los 40, siendo básicamente construido como un cajetilla “fino” amigo de las
mujeres de la familia a la que se supone aspira a integrar casándose con alguna
de las muchachas, pero que interactúa con ellas charlando sobre modas, telas de
vestidos, tipo de rouge y de maquillaje,
un ser chismoso, malicioso y envidioso. Su principal cultor será Adrián Cúneo:
en El astro del tango (Bayón Herrera,
1939-1940) es “Pirulo”, el amigo de la heroína (Amanda Ledesma); en Un bebé de contrabando (Eduardo Morera,
1940) es “Tito
del Castillo”, pretende ser el novio de “Alicia” (Virginia Dumas) y en otra
secuencia, en un bar, conversa con un amigo y éste –de bigotitos– es tan
afeminado y chismoso como él; en Cuando canta el corazón (Richard Harlan, 1941) es “Coco”,
dice que no toma mate porque “me aja el cutis” y tiene amigos afeminados, a
pesar de todo lo cual... pide la mano de “Ema” (María Esther Gamas); y en Amor, último modelo (Roberto Ratti,
1942) es “Morelli”, el gerente de la maison
Vidal, haciendo más de lo mismo.
• La barra mendocina (Mario Soffici, 1934-1935). Como en casi toda futura actuación suya, Marcelo Ruggero en algún momento se pone a mariconear; aquí, cuando le dice a Alberto Anchart “Dejáme, sonso...”.
• Por buen
camino
(Eduardo Morera, 1935). El gordo Mario Mario sube a un ómnibus y, levantando
las manos afectadamente, se queja: “Ay... pero no hay asiento...”. Más
adelante, Olinda Bozán conversa en el club con un afeminado, que reaparece en
la pelea de box alentando a Marcos Caplán.
• La
muchachada de a bordo (Manuel Romero, 1935). En el viaje en tren de los
conscriptos hasta Puerto Belgrano, uno que está sentado al lado de Luis
Sandrini duerme y poco a poco recuesta la cabeza sobre su hombro; Sandrini se
la quita de encima varias veces; de repente, el muchacho habla en sueños
(“Negrita, volveré pronto”) y le acaricia el pecho y la cara, ante lo cual
Sandrini se levanta enojado al grito de “¡Tu madrina, desgraciao!”.
• El
cañonero de Giles (Romero, 1936). Alguien dice de alguien que es un
“afeminado, con cuello duro y todo”.
• El pobre Pérez (Luis
César Amadori, 1936). Roberto Blanco personifica a un “niño bien”
un tanto afeminado; la bailarina Alicia Vignoli discute con el empresario
Vicente Forastieri y, refiriéndose al afeminado coreógrafo Mario Faig, dice:
“No se puede ser coreógrafo y hombre al mismo tiempo...”. Esta comedia de
Amadori introduce otro personaje-tipo de aquellos años, notoriamente
desprendido del teatro: el coreógrafo. Los más destacados aparecen en Yo quiero ser bataclana (Romero,
1940-1941), cuando el profesional muy afeminado interrumpe un ensayo: “Pero no,
no… un momento maestro, no he marcado ésto sino ésto, ¿comprenden?, más souflée, más tendresse en los movimientos; a ver, de nuevo”. Toma del brazo a
“Catita” (Niní Marshall): “No, no… usted me echa a perder todo el conjunto…
salga de la fila, además, usted es muy petisa”; “Oiga señor –responde Catita–
no me vuelva a decir petisa porque entonces yo le voy a decir cosas más
piores”; “Cállese la boca, váyase a un rincón, total, usted no es más que una
sustituta”, replica el coreógrafo. “¿Lo qué?”, “¡Una sustituta!”, y Catita
concluye con “Oiga diga, no insulte ¿quiere? Quien sabe cuál de los dos será
más… de eso que dijo”. El de En la luz de
una estrella (Enrique Santos Discépolo, 1941), animado por Pepe Harold,
no es tan afeminado como los de Romero pero sí muy cargoso con el astro (Hugo
del Carril), al que llena de halagos y atenciones hasta que éste, con cara de
asco y desembarazándose de brazo y mano que estrechan su brazo y su mano, lo
corta en secon con un “Bueno, maestro, suficiente… Me molesta mucho esperar,
sí, pero más me molestan sus halagos. Gracias, muy feo todo esto”; más adelante
agrega sottovoce: “Es un trapo de piso este hombre”. El que aparece en Mujeres que bailan (Romero, 1948-1949) trabaja en el teatro
Varietée [sic] y es tan maricón como sólo Vicente Rubino era
capaz de acometer: éste fue el primero de todos los que hará en el futuro. En El Zorro pierde el pelo (Mario C.
Lugones, 1950) el coreógrafo lo interpreta Aurelio Molina, quien no era actor
sino... coreógrafo, hasta muy poco antes contratado por Estudios San Miguel. En
El sátiro (Kurt Land, 1969), el
empresario Pedro Quartucci explota ante el temperamental Edgardo Cané: “¡Este marica está loco!”. Y Adelco
Lanza, por supuesto, que era en verdad coreógrafo, pero del que esta sección se
ocupará en otra entrega.
• Melgarejo (Moglia Barth, 1936). Raúl Deval, al estancarse el automóvil en el medio de la nada, teme por la oferta de ayuda de Florencio Parravicini: “¿Y si llega a ser pistolero y nos quita los pantalones?”. Más adelante, cuando conoce a Rufino Córdoba, el mismo actor-personaje alza las manos afectadamente mientras pregunta: “¿Y éste, quién es?”. Deval mariconea una tercera vez y no vuelve a aparecer sino en conjuntos.
• Viento Norte (Soffici, 1937). “A ver quién
quiere acompañar a esta moza”, dice un soldado, poniéndose un pañuelo en la
cabeza, cuando suena un ritmo de gato; otro, barbado, lo imita.
• La estancia del gaucho Cruz (Leopoldo Torres Ríos, 1938). Primer
film argentino en centralizar su asunto en un caso de travestismo, en una
historia-tipo (mujer que se viste como hombre para estar cerca de su amado) que
volverá a repetirse en films posteriores. El conflicto es muy endeble, se
insiste en la acérrima misoginia del gaucho Cruz (José Gola) y destaca el
montaje paralelo en el que el falso chofer (Rosa Rosen) se desnuda para
acostarse mientras Cruz cavila pensando en él y mirando la puerta de la
habitación. Todo resulta bastante inverosímil: ¿nadie, entre tantos peones,
sospecha de la escasa masculinidad del chofer? Con toda seguridad, Torres Ríos
se “inspiró” en la producción alemana Viktor und Viktoria (Victor y Victoria, Reinhold Schünzel,
1933), madre/padre de tanto clon posterior, ya que fue distribuida en la
Argentina por A. Z. Wilson, amigo suyo y jefe de producción de este film.
• El último encuentro (Moglia Barth, 1938). Un
afeminado, comentando con un agente policial acerca de unos ladrones: “¡Qué
pistolas, ¿vio?!”.
• Turbión (Antonio Momplet, (1938). Dos hampones salen de
comprar ropa y, en la vereda de la tienda, se encienden mutuamente los
cigarrillos que penden de sus labios. [Continuará]
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