TEMAS / EN PRIMERA PERSONA
¿Por qué?
–A tribute to the mother country
“Entonces, ¿cómo voy a hablar del mar con la rana que nunca salió de
su charco?”.Marco Denevi, Rosaura
a las diez (1955).
El
7.6.2020 (casualmente, Día del Periodista) hice lo que todos los domingos desde
tiempos inmemoriales: desayuné comenzando la lectura de La Nación por su revista, que ya no publican. A la altura de la
primera medialuna me topé con una entrevista a Armando Bo, que decidí leer
menos porque me interesara el personaje que por ser el nieto de un viejo amigo
ya fallecido. La lectura se vio perturbada in
crescendo a medida que me topaba con ciertas palabras en inglés, que el
cronista tuvo el buen tino –al menos eso– de marcar en bastardillas: showrunner, spin off, spoil.
Somos raros, los argentinos. Buena parte de
nosotros nos llenamos la boca echando pestes al imperialismo y hasta
organizamos marchas en su contra, entendiéndolo no como aquellos de las cortes europeas
sino como el que ejercen los Estados Unidos de América. Sin embargo, al mismo
tiempo nos encanta calzar zapatillas All Star o Nike, tomar café en algún
Starbucks y comer hamburguesas de McDonald’s, entre muchísimas otras formas de
celebrar al uncle Sam.
La Argentina es una oscilante república
ubicada en el extremo Sur del continente llamado América, denominación que los
habitantes de los países ubicados en el extremo Norte utilizan para referirse
sólo a sí mismos, pero sin la tilde. En esa extraña república el idioma oficial
es el castellano: sin embargo, desde siempre pero con más visibilidad desde,
digamos, los años 90 del siglo XX, muchos de sus habitantes han entrado en una
aguda crisis de identidad, de modo tal que artículos periodísticos, avisos
publicitarios, locutores y panelistas radiofónicos y televisivos y una vasta
legión de seres anónimos que dedican gran parte de su tiempo a escribir
sonseras por las llamadas “redes sociales” se han dedicado, con un ahínco digno
de mejor causa, a intercalar abundantes palabras y términos en idioma inglés.
Términos y palabras que, por supuesto, tienen su debido equivalente en el
idioma oficial de esa república bananera que alguna vez estuvo colonizada por
el imperio español, luego por el británico y el francés y ahora lo está siendo
por el asqueroso, repulsivo imperialismo yanqui que aquellos militantes de una
utópica patria socialista tanto rechazan. Y no sólo colonizada: también
penetrada, en todos los sentidos de la palabra.
Muchos términos anglosajones con el paso del
tiempo terminaron siendo asimilados al castellano, entre ellos jazz, rock,
living, whisky, estrés, esnob, show, film. Otros, una enorme
cantidad, son utilizados directamente en su versión original: shopping center, show room, sale, hot, delivery,
pub, running, ticket, freezer, cash, check in/check out,
post, gay, best seller, baby shower, country club (luego apenas country),
foodie, data, fast food, millennial, expertice, paper, look, delay, holding, bulling, veggie. Alguno es tan ridículo que da vergüenza ajena, como food styling, con el que las revistas
domingueras califican el simple acto de fotografiar un plato de comida. Otro es
utilizado, además, por medio de su sigla, como CEO, por lo cual resulta
doblemente ridículo: ¿Por qué no dicen capo?
Sin embargo, mucho peor que todo ello es la
argentinización de algunos términos y palabras que terminan convirtiéndose en
artefactos como “guglear”, “espoilear”, “posteo”, “resetear”, “chequear”,
“consultor”, “estoquear”, “tuitero”, “frizar”, el horroroso “luqueado”,
“estandapero”, “donas” y “nominados”, que infla mis castellanos testículos cada
vez que en una entrega de premios la repiten 785 veces sin siquiera acudir una
vez a “postulados” o “candidatos”. Habrá más, sin duda: la lengua castellana,
agradecida por el inestimable aporte.
Un bolichito comercial de 3 x 4 en, digamos,
Lomas de Zamora, puede tener un nombre en inglés, y la mayor parte de las
remeras veraniegas ostentan leyendas en ese idioma: dudo que sus dueños y
portadores sepan a ciencia cierta su significado. En Floresta, mi barrio, hay
una veterinaria en la avenida Rivadavia 8515 bautizada Deya Vu: cada vez que
paso por allí me pregunto si su dueño quiso significar déjà vu. Hace unos días entré a la panadería La Cambadesa
(Rivadavia 7416, Flores) en busca de algo dulce y le eché el ojo a una pequeña
torta que figuraba como chasse cake:
con premeditada malicia pregunté a la empleada de qué se trataba y me confirmó
lo que suponía, torta de queso. En la esquina de Yerbal y Mercedes abrió, hacia
2019, un sucucho en el que apenas caben tres clientes: venden esos panes de
grasa llamados criollos y ese tipo de facturas toscas como las que se
encuentran en las estaciones de trenes: ¿cómo bautizaron a esa panadería…?
Irish Bakers, y no la atiende precisamente Maureen O’Hara. Tendía, porque cerró
al poco tiempo.
La pandemia del COVID-19 potenció hasta el
hartazgo conceptos como home office, home banking, take away. Desde poco antes apareció otro, lawfare, impuesto por una ex Presidente y de facto adoptado por todo el periodismo, acaso por comodidad,
ya que es más rápido teclear esas siete letras que gastar los dedos escribiendo
su significado en castellano. A propósito de lawfare, encontré un artículo ilustrativo del tema: la escritora
española Marta Sanz mencionó el término “bulos” y, con toda lógica, su
entrevistadora, Laura Ventura, decidió aclararle al lector (La Nación, 4.7.2020, suplemento Ideas) el significado de ese
españolismo. ¿Y saben qué?, Ventura no puso entre corchetes lo que hubiera sido
correctísimo y coherente [noticias falsas] sino fake news, aunque al menos también lo escribió en bastardillas; es
algo. A esto me refiero cuando apunto al esnobismo intrínseco de los
argentinos. Es la misma actitud que adopta un cronista de cine al mencionar
entre paréntesis un par de títulos previos del sujeto sobre el que está
escribiendo, como para refrescar la memoria del lector: si se trata de un
noruego, un tailandés o un chino es hasta razonable que omita el título
original, pero en lugar de escribir su significado castellano lo menciona en
inglés.
Mientras leía al nieto de mi amigo anotaba
esos términos que no entendía. Pero la sorpresa vino poco después, cuando ya se
habían agotado las medialunas y el café con leche y estaba a punto de acabar
con el jugo de naranjas. En la última página del suplemento Espectáculos, un artículo titulado “Esas
palabras” llamó mi atención: entonces, como obedeciendo a una secreta liaison, casi como respondiendo al joven
y colonizado Bo, la periodista Dolores Caviglia –quizás una de los pocos
argentinos al que el asunto le preocupa– me adentró en el tema que hacía
cosquillas en mis espaldas de periodista veterano y respetuoso del idioma con
el que me formé y con el que escribí desde que tengo uso de razón. Caviglia
puso literalmente en negro sobre blanco mi pensamiento: “A mí me encanta el
castellano, porque habla de nosotros. No tengo problemas con las palabras en
idioma extranjero: las uso cuando las necesito”. Y se extiende en una larga
serie de consideraciones con las que estoy en un cien por ciento de acuerdo –no
en un “ciento por ciento”, como suelo leer y escuchar. Recomiendo su lectura
porque pone en términos sencillos –como los que se deben utilizar en un diario
de alcance nacional– aquello que un lingüista o un filólogo complicarían
demasiado aún expresando lo mismo.
“Las palabras y los idiomas son los bienes que más valen.Mejoran a las personas, no ocupan lugar y van con nosotros a todos
lados.La palabra es sagrada. Aunque también puede sermás peligrosa que un arma, como dijo Dylan”.Francis Mallmann, en el suplemento Conversaciones de La Nación (12.11.2023).
El negocio del espectáculo vernáculo (show business, of course) generó su propia terminología: aparte la enunciada por
Bo nieto allí están scouting, performance –que suelen pronunciar
incorrectamente y sale un absurdo “perfománs”–, stand up, back stage, locations –que la burrada traduce como
“locaciones”–, post –“el film está en
postproducción”, barrabasada que no rige para “posmoderno”–, trailer, grip, gaffer, casting, making off, work in progress,
biopic y un largo etcétera. Tengo que
admitir que ya en el cine tradicional ocurría algo parecido pero en mucha menor
medida: al primer ayudante de dirección, que en los 30, los 40 y los 50
generalmente era una mujer, se lo denominaba script girl, como en Hollywood.
En años recientes, cuando a las salas de
cine tradicionales y a la TV se le sumaron otros dispositivos para ver films,
aparecieron nuevos engendros denominados internet,
podcast, web, app, facebook, twitter, e-mail, spoil, trender topic, wifi, videocall, on demand, whatsapp, back up, on line, influencers, streaming, chat, bluetooth, troll. El más nuevo –al menos para mí–
se denomina jump cut y, según la
firmante del artículo, la cronista estadounidense María Fernanda Mugica (que
ocasionalmente suele escribir parte de sus artículos en castellano), los tales jump cut “llaman la atención del
espectador”. En el mismo diario, su suplemento Sábado es una auténtica usina de tilinguerías: una de ellas
titulaba “comunidad biker” a la
simple reunión de ciclistas…
Hay términos hollywoodenses pasibles de ser
traducidos pero tantos años de uso lo tornan innecesario, como thriller, que indica el tipo de film de
seguimientos y persecuciones, o western,
por una de cowboys. Hay otro, no
precisamente estadounidense, que me revuelve las tripas cada vez que lo leo mal
escrito y que merece toda mi furia cinéfila: opera prima, bella expresión italiana que indica que se trata de
una primera obra de su autor, pero que desde hace años a los genios del
periodismo porteño les ha dado por escribir “ópera prima”, un barbarismo que no
significa absolutamente nada: ópera me remite a Verdi o a Callas y prima me
recuerda a mi prima Mirtha de Villa Adelina.
Tengo muy claro el concepto de
globalización, que también afecta el idioma. Pero también tengo claridad acerca
del significado de las palabras “colonización”, “esnobismo”, “penetración
cultural” y “tilinguería”, aplicadas, ¡cómo no!, al caso del cine-teatro
Metropolitan porteño, al que sus dueños promocionan como “Met”. ¿Acaso hay algo
más tilingo que eso?: sí, “Palermo Soho” o “Palermo Hollywood”, refundaciones
porteñas que por suerte Borges no alcanzó a sufrir.
Y todo esto sin entrar a analizar el habla
cotidiana de los argentinos. No me refiero a la gente, digamos, civil: cada uno
habla y escribe de acuerdo a la educación que pudo conseguirse. Hablo de los
llamados “comunicadores sociales”, esto es, periodistas, conductores,
panelistas y freaks que inundan la
pantalla televisiva, las ondas radiofónicas (el “éter”) y los medios gráficos,
sin olvidar a funcionarios gubernamentales, todos los cuales supuestamente
deberían expresarse con alguna corrección habida cuenta de que para muchas
personas representan la única opción de conocimiento y aprendizaje. Palabras y
términos en su abrumadora mayoría mal utilizados, como “estadío”,
“originalmente” (por “originariamente”, que no es lo mismo), “contagiosidad”,
“a grosso modo”, “los protagonistas”,
“plaga”, “evento”, “comprobar” (en lugar de “demostrar”); aquellos que son una
segunda o tercera opción al original (“sudor”, “desapercibido”, “plata”,
“meticuloso”); expresiones como “en la calle Sarmiento al 1126”, “hace veinte
años atrás”, “hubieron problemas”, “habían autos”, “la responsabilidad
individual de cada uno” (dicho casi a diario por funcionarios durante la
cuarentena), “aunamos una mirada común” (dicha el 4.5.2021 nada menos que por el
ministro de Educación, Nicolás Trotta), “le tiró un tiro”, “una pregunta:” (en
lugar de formularla), “Tenemos por delante un futuro a construir”, dicho por el
Presidente el 2.12.2020, “retroceder para atrás”, “un dineral de dinero” o “un
7 de julio de 1945”; no saber cuándo escribir “que” y cuando “de que”, cuando
“junto a” y cuando “junto con” y cuando “planear” y cuando “planificar”; decir
“humilde” para referirse a “pobre”, palabra estigmatizante según alguna vez
interpretó un gurú new age aborigen.
Hay un
caso que, por su sobredosis, logra ponerme los pelos de punta, “capaz”, que es
muy de los porteños: observé que la tucumana Margarita Barrientos dice, con su
habitual dulzura, “tal vez”, y una cajera del Coto de la avenida Avellaneda,
también ella provinciana, a quien le oí decir “quizás”. Otro periodista, Luis
Ventura, es a su vez el campeón de esa extraña forma de complicar una frase
simple agregándole un “lo que es”, que se va extendiendo poco a poco a otros
colegas: “Porque si uno habla con fuentes de lo que es la provincia de Buenos
Aires”. Otra mala costumbre periodística es la utilización de ciertas palabras:
“En Mendoza las clases vuelven el 1º de marzo con sistema mixto” (La Nación, 24.11.2020, pág. 20):
¿vuelven de dónde? ¿cuándo se fueron y a dónde?, preguntas que podrían
formularse a propósito de “llega”: suelo leer en las páginas de Espectáculos
que tal film “llega” el próximo jueves: ¿a pié? ¿en bicicleta? ¿en avión? Y no
quiero meterme con el lenguaje inclusivo, que detesto: permítaseme apenas un
ejemplo, el fatídico “todos, todas y todes”, una redundancia que sólo los
imbéciles se permiten practicar.
Y también está el asuntillo de las siglas.
Durante toda mi actividad periodística me enseñaron que debía escribir primero
el nombre completo de la empresa o la entidad y, previendo que tuviera que
repetirla a lo largo del texto, agregar sus siglas entre paréntesis, por
ejemplo, Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). Observo que
mis colegas siglo XXI operan al revés, y eso en el caso de que tengan la
gentileza de aclarar el significado de las siglas, siglas que, además y en
contra de toda lógica, han dado en “bajar” (Incaa). El despropósito llegó a
nada menos que un artículo editorial de La
Nación (17.11.2020), donde leo “Asociación de Entidades Periodísticas
Argentinas (ADEPA) y Foro de Periodistas Argentinos (Fopea)”: ambas siglas
contienen la misma cantidad de caracteres, entonces ¿por qué una en mayúsculas
y la otra en minúsculas? Ese diario, al que he leído durante casi toda mi vida,
era uno de los mejor escritos del país: en tiempos posteriores a la invención
de las computadoras suprimieron a los correctores, imprescindibles en toda
redacción que se precie; luego, eliminaron el artículo semanal de Graciela
Melgarejo acerca de la gramática y su correcta utilización y por último
decretaron escribir “expresidente”, “expolítico” y así por el estilo, entonces,
¿qué hacemos con “excursión” o “expreso”? ¿Todo es igual?, diría Discépolo.
¿Qué más?: ¿llegará el día en que sus lectores soportemos artículos escritos a
imagen y semejanza de los que aparecen en los mensajes de celulares? Un
corrector hubiera sido necesario en la edición de Clarín del domingo 9.5.2021 (pág. 7): allí Nicolás Wiñazki –que
escribe tan desordenadamente como habla– dejó esta frase inmortal: “Las
primeras alertas que alertaron a la vicepresidenta le habría llegado de parte
de…”.
¿Por qué? (Why, my God, why?).
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