miércoles, 9 de abril de 2025

TEMAS / EN PRIMERA PERSONA

¿Por qué?
–A tribute to the mother country

“Entonces, ¿cómo voy a hablar del mar con la rana que nunca salió de su charco?”.
Marco Denevi, Rosaura a las diez (1955).

El 7.6.2020 (casualmente, Día del Periodista) hice lo que todos los domingos desde tiempos inmemoriales: desayuné comenzando la lectura de La Nación por su revista, que ya no publican. A la altura de la primera medialuna me topé con una entrevista a Armando Bo, que decidí leer menos porque me interesara el personaje que por ser el nieto de un viejo amigo ya fallecido. La lectura se vio perturbada in crescendo a medida que me topaba con ciertas palabras en inglés, que el cronista tuvo el buen tino –al menos eso– de marcar en bastardillas: showrunner, spin off, spoil.

   Somos raros, los argentinos. Buena parte de nosotros nos llenamos la boca echando pestes al imperialismo y hasta organizamos marchas en su contra, entendiéndolo no como aquellos de las cortes europeas sino como el que ejercen los Estados Unidos de América. Sin embargo, al mismo tiempo nos encanta calzar zapatillas All Star o Nike, tomar café en algún Starbucks y comer hamburguesas de McDonald’s, entre muchísimas otras formas de celebrar al uncle Sam.

   La Argentina es una oscilante república ubicada en el extremo Sur del continente llamado América, denominación que los habitantes de los países ubicados en el extremo Norte utilizan para referirse sólo a sí mismos, pero sin la tilde. En esa extraña república el idioma oficial es el castellano: sin embargo, desde siempre pero con más visibilidad desde, digamos, los años 90 del siglo XX, muchos de sus habitantes han entrado en una aguda crisis de identidad, de modo tal que artículos periodísticos, avisos publicitarios, locutores y panelistas radiofónicos y televisivos y una vasta legión de seres anónimos que dedican gran parte de su tiempo a escribir sonseras por las llamadas “redes sociales” se han dedicado, con un ahínco digno de mejor causa, a intercalar abundantes palabras y términos en idioma inglés. Términos y palabras que, por supuesto, tienen su debido equivalente en el idioma oficial de esa república bananera que alguna vez estuvo colonizada por el imperio español, luego por el británico y el francés y ahora lo está siendo por el asqueroso, repulsivo imperialismo yanqui que aquellos militantes de una utópica patria socialista tanto rechazan. Y no sólo colonizada: también penetrada, en todos los sentidos de la palabra.

   Muchos términos anglosajones con el paso del tiempo terminaron siendo asimilados al castellano, entre ellos jazz, rock, living, whisky, estrés, esnob, show, film. Otros, una enorme cantidad, son utilizados directamente en su versión original: shopping center, show room, sale, hot, delivery, pub, running, ticket, freezer, cash, check in/check out, post, gay, best seller, baby shower, country club (luego apenas country), foodie, data, fast food, millennial, expertice, paper, look, delay, holding, bulling, veggie. Alguno es tan ridículo que da vergüenza ajena, como food styling, con el que las revistas domingueras califican el simple acto de fotografiar un plato de comida. Otro es utilizado, además, por medio de su sigla, como CEO, por lo cual resulta doblemente ridículo: ¿Por qué no dicen capo?

   Sin embargo, mucho peor que todo ello es la argentinización de algunos términos y palabras que terminan convirtiéndose en artefactos como “guglear”, “espoilear”, “posteo”, “resetear”, “chequear”, “consultor”, “estoquear”, “tuitero”, “frizar”, el horroroso “luqueado”, “estandapero”, “donas” y “nominados”, que infla mis castellanos testículos cada vez que en una entrega de premios la repiten 785 veces sin siquiera acudir una vez a “postulados” o “candidatos”. Habrá más, sin duda: la lengua castellana, agradecida por el inestimable aporte.

   Un bolichito comercial de 3 x 4 en, digamos, Lomas de Zamora, puede tener un nombre en inglés, y la mayor parte de las remeras veraniegas ostentan leyendas en ese idioma: dudo que sus dueños y portadores sepan a ciencia cierta su significado. En Floresta, mi barrio, hay una veterinaria en la avenida Rivadavia 8515 bautizada Deya Vu: cada vez que paso por allí me pregunto si su dueño quiso significar déjà vu. Hace unos días entré a la panadería La Cambadesa (Rivadavia 7416, Flores) en busca de algo dulce y le eché el ojo a una pequeña torta que figuraba como chasse cake: con premeditada malicia pregunté a la empleada de qué se trataba y me confirmó lo que suponía, torta de queso. En la esquina de Yerbal y Mercedes abrió, hacia 2019, un sucucho en el que apenas caben tres clientes: venden esos panes de grasa llamados criollos y ese tipo de facturas toscas como las que se encuentran en las estaciones de trenes: ¿cómo bautizaron a esa panadería…? Irish Bakers, y no la atiende precisamente Maureen O’Hara. Tendía, porque cerró al poco tiempo.

   La pandemia del COVID-19 potenció hasta el hartazgo conceptos como home office, home banking, take away. Desde poco antes apareció otro, lawfare, impuesto por una ex Presidente y de facto adoptado por todo el periodismo, acaso por comodidad, ya que es más rápido teclear esas siete letras que gastar los dedos escribiendo su significado en castellano. A propósito de lawfare, encontré un artículo ilustrativo del tema: la escritora española Marta Sanz mencionó el término “bulos” y, con toda lógica, su entrevistadora, Laura Ventura, decidió aclararle al lector (La Nación, 4.7.2020, suplemento Ideas) el significado de ese españolismo. ¿Y saben qué?, Ventura no puso entre corchetes lo que hubiera sido correctísimo y coherente [noticias falsas] sino fake news, aunque al menos también lo escribió en bastardillas; es algo. A esto me refiero cuando apunto al esnobismo intrínseco de los argentinos. Es la misma actitud que adopta un cronista de cine al mencionar entre paréntesis un par de títulos previos del sujeto sobre el que está escribiendo, como para refrescar la memoria del lector: si se trata de un noruego, un tailandés o un chino es hasta razonable que omita el título original, pero en lugar de escribir su significado castellano lo menciona en inglés.

   Mientras leía al nieto de mi amigo anotaba esos términos que no entendía. Pero la sorpresa vino poco después, cuando ya se habían agotado las medialunas y el café con leche y estaba a punto de acabar con el jugo de naranjas. En la última página del suplemento Espectáculos, un artículo titulado “Esas palabras” llamó mi atención: entonces, como obedeciendo a una secreta liaison, casi como respondiendo al joven y colonizado Bo, la periodista Dolores Caviglia –quizás una de los pocos argentinos al que el asunto le preocupa– me adentró en el tema que hacía cosquillas en mis espaldas de periodista veterano y respetuoso del idioma con el que me formé y con el que escribí desde que tengo uso de razón. Caviglia puso literalmente en negro sobre blanco mi pensamiento: “A mí me encanta el castellano, porque habla de nosotros. No tengo problemas con las palabras en idioma extranjero: las uso cuando las necesito”. Y se extiende en una larga serie de consideraciones con las que estoy en un cien por ciento de acuerdo –no en un “ciento por ciento”, como suelo leer y escuchar. Recomiendo su lectura porque pone en términos sencillos –como los que se deben utilizar en un diario de alcance nacional– aquello que un lingüista o un filólogo complicarían demasiado aún expresando lo mismo.

“Las palabras y los idiomas son los bienes que más valen.
Mejoran a las personas, no ocupan lugar y van con nosotros a todos lados.
La palabra es sagrada. Aunque también puede ser
más peligrosa que un arma, como dijo Dylan”.
Francis Mallmann, en el suplemento Conversaciones de La Nación (12.11.2023).

   El negocio del espectáculo vernáculo (show business, of course) generó su propia terminología: aparte la enunciada por Bo nieto allí están scouting, performance –que suelen pronunciar incorrectamente y sale un absurdo “perfománs”–, stand up, back stage, locations –que la burrada traduce como “locaciones”–, post –“el film está en postproducción”, barrabasada que no rige para “posmoderno”–, trailer, grip, gaffer, casting, making off, work in progress, biopic y un largo etcétera. Tengo que admitir que ya en el cine tradicional ocurría algo parecido pero en mucha menor medida: al primer ayudante de dirección, que en los 30, los 40 y los 50 generalmente era una mujer, se lo denominaba script girl, como en Hollywood.

   En años recientes, cuando a las salas de cine tradicionales y a la TV se le sumaron otros dispositivos para ver films, aparecieron nuevos engendros denominados internet, podcast, web, app, facebook, twitter, e-mail, spoil, trender topic, wifi, videocall, on demand, whatsapp, back up, on line, influencers, streaming, chat, bluetooth, troll. El más nuevo –al menos para mí– se denomina jump cut y, según la firmante del artículo, la cronista estadounidense María Fernanda Mugica (que ocasionalmente suele escribir parte de sus artículos en castellano), los tales jump cut “llaman la atención del espectador”. En el mismo diario, su suplemento Sábado es una auténtica usina de tilinguerías: una de ellas titulaba “comunidad biker” a la simple reunión de ciclistas…

   Hay términos hollywoodenses pasibles de ser traducidos pero tantos años de uso lo tornan innecesario, como thriller, que indica el tipo de film de seguimientos y persecuciones, o western, por una de cowboys. Hay otro, no precisamente estadounidense, que me revuelve las tripas cada vez que lo leo mal escrito y que merece toda mi furia cinéfila: opera prima, bella expresión italiana que indica que se trata de una primera obra de su autor, pero que desde hace años a los genios del periodismo porteño les ha dado por escribir “ópera prima”, un barbarismo que no significa absolutamente nada: ópera me remite a Verdi o a Callas y prima me recuerda a mi prima Mirtha de Villa Adelina.

   Tengo muy claro el concepto de globalización, que también afecta el idioma. Pero también tengo claridad acerca del significado de las palabras “colonización”, “esnobismo”, “penetración cultural” y “tilinguería”, aplicadas, ¡cómo no!, al caso del cine-teatro Metropolitan porteño, al que sus dueños promocionan como “Met”. ¿Acaso hay algo más tilingo que eso?: sí, “Palermo Soho” o “Palermo Hollywood”, refundaciones porteñas que por suerte Borges no alcanzó a sufrir.

   Y todo esto sin entrar a analizar el habla cotidiana de los argentinos. No me refiero a la gente, digamos, civil: cada uno habla y escribe de acuerdo a la educación que pudo conseguirse. Hablo de los llamados “comunicadores sociales”, esto es, periodistas, conductores, panelistas y freaks que inundan la pantalla televisiva, las ondas radiofónicas (el “éter”) y los medios gráficos, sin olvidar a funcionarios gubernamentales, todos los cuales supuestamente deberían expresarse con alguna corrección habida cuenta de que para muchas personas representan la única opción de conocimiento y aprendizaje. Palabras y términos en su abrumadora mayoría mal utilizados, como “estadío”, “originalmente” (por “originariamente”, que no es lo mismo), “contagiosidad”, “a grosso modo”, “los protagonistas”, “plaga”, “evento”, “comprobar” (en lugar de “demostrar”); aquellos que son una segunda o tercera opción al original (“sudor”, “desapercibido”, “plata”, “meticuloso”); expresiones como “en la calle Sarmiento al 1126”, “hace veinte años atrás”, “hubieron problemas”, “habían autos”, “la responsabilidad individual de cada uno” (dicho casi a diario por funcionarios durante la cuarentena), “aunamos una mirada común” (dicha el 4.5.2021 nada menos que por el ministro de Educación, Nicolás Trotta), “le tiró un tiro”, “una pregunta:” (en lugar de formularla), “Tenemos por delante un futuro a construir”, dicho por el Presidente el 2.12.2020, “retroceder para atrás”, “un dineral de dinero” o “un 7 de julio de 1945”; no saber cuándo escribir “que” y cuando “de que”, cuando “junto a” y cuando “junto con” y cuando “planear” y cuando “planificar”; decir “humilde” para referirse a “pobre”, palabra estigmatizante según alguna vez interpretó un gurú new age aborigen.

   Hay un caso que, por su sobredosis, logra ponerme los pelos de punta, “capaz”, que es muy de los porteños: observé que la tucumana Margarita Barrientos dice, con su habitual dulzura, “tal vez”, y una cajera del Coto de la avenida Avellaneda, también ella provinciana, a quien le oí decir “quizás”. Otro periodista, Luis Ventura, es a su vez el campeón de esa extraña forma de complicar una frase simple agregándole un “lo que es”, que se va extendiendo poco a poco a otros colegas: “Porque si uno habla con fuentes de lo que es la provincia de Buenos Aires”. Otra mala costumbre periodística es la utilización de ciertas palabras: “En Mendoza las clases vuelven el 1º de marzo con sistema mixto” (La Nación, 24.11.2020, pág. 20): ¿vuelven de dónde? ¿cuándo se fueron y a dónde?, preguntas que podrían formularse a propósito de “llega”: suelo leer en las páginas de Espectáculos que tal film “llega” el próximo jueves: ¿a pié? ¿en bicicleta? ¿en avión? Y no quiero meterme con el lenguaje inclusivo, que detesto: permítaseme apenas un ejemplo, el fatídico “todos, todas y todes”, una redundancia que sólo los imbéciles se permiten practicar.

   Y también está el asuntillo de las siglas. Durante toda mi actividad periodística me enseñaron que debía escribir primero el nombre completo de la empresa o la entidad y, previendo que tuviera que repetirla a lo largo del texto, agregar sus siglas entre paréntesis, por ejemplo, Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). Observo que mis colegas siglo XXI operan al revés, y eso en el caso de que tengan la gentileza de aclarar el significado de las siglas, siglas que, además y en contra de toda lógica, han dado en “bajar” (Incaa). El despropósito llegó a nada menos que un artículo editorial de La Nación (17.11.2020), donde leo “Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) y Foro de Periodistas Argentinos (Fopea)”: ambas siglas contienen la misma cantidad de caracteres, entonces ¿por qué una en mayúsculas y la otra en minúsculas? Ese diario, al que he leído durante casi toda mi vida, era uno de los mejor escritos del país: en tiempos posteriores a la invención de las computadoras suprimieron a los correctores, imprescindibles en toda redacción que se precie; luego, eliminaron el artículo semanal de Graciela Melgarejo acerca de la gramática y su correcta utilización y por último decretaron escribir “expresidente”, “expolítico” y así por el estilo, entonces, ¿qué hacemos con “excursión” o “expreso”? ¿Todo es igual?, diría Discépolo. ¿Qué más?: ¿llegará el día en que sus lectores soportemos artículos escritos a imagen y semejanza de los que aparecen en los mensajes de celulares? Un corrector hubiera sido necesario en la edición de Clarín del domingo 9.5.2021 (pág. 7): allí Nicolás Wiñazki –que escribe tan desordenadamente como habla– dejó esta frase inmortal: “Las primeras alertas que alertaron a la vicepresidenta le habría llegado de parte de…”.

   ¿Por qué? (Why, my God, why?).

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