TEMAS
Esfuerzo
La palabra “esfuerzo” suele ser utilizada en relación al cine argentino en
una de sus acepciones (“empleo de elementos costosos para lograr un fin”), lo cual,
traducido, significa que todo cineasta cree ser merecedor de un mayor respeto
por su obra de parte de críticos y espectadores si éstos suponen que logarlo le
valió un considerable esfuerzo. Esto fue así desde los inicios mismos del cine:
los comentarios críticos a las producciones mudas de los 20 y los 30 adjudican
a esa palabra los menguantes méritos del film aludido. Tal vez en aquellos años
pudiera ser auténtico, habida cuenta de que el medio era nuevo, poco explorado,
pero con la industrialización de los 30 en adelante y con los variados
créditos, subsidios y canjes actuales, ese “esfuerzo” dejó de tener sentido. Un
ejemplo preciso lo ofrece Hola señor
león!, hecho a comienzos de 1972 bajo la dirección de Mario Sabato y
estrenado en septiembre del año siguiente. La mayor parte de las críticas y/o
comentarios publicados aludieron al “esfuerzo de producción” que insumió su
rodaje, evidenciando cuánto influye en un crítico su absoluto desconocimiento
de la interna detrás de toda producción.
Ese film tiene su origen en un
etnólogo llamado Egon Cicklai, quien años antes (1961) formaba el cuerpo
docente que daba clases de cine en la galería Antígona y que, entre otros,
también integraban Tomás Eloy Martínez, Julio Ingenieros y Salvador
Sammaritano. Por su profesión, el hombre se hizo de una buena cantidad de
material documental filmado vaya a saberse cuándo y por quiénes. Ese material
incluía animales y humanos, ambos en estado salvaje, los segundos indígenas de
diversas tribus africanas. Sin saber con certeza qué destino darle ya que por
entonces no existía la televisión por cable y por lo tanto señales como Animal
Planet o National Geographic, Cicklai lo conversó con su amigo José Antonio
Ciancaglini, conocido en el gremio antes por su parentesco con Leopoldo Torre
Nilsson –estaba casado con su hermana Graciela– que por su aporte a la
financiación de algunos films. Rápido como un lince, Ciancaglini entrevió la posibilidad
de ganar dinero fácil inventando (ésta es la palabra exacta) un largometraje
que podría obtener beneficios del Instituto Nacional de Cinematografía (INC) a
través de la “recuperación industrial”, que era mucho mayor cuando se trataba
de un film de la categoría “infantil”, más allá de su incierto éxito en las
taquillas.
Recurrió entonces a Marito Sabato
–a quien Nilsson acababa de financiarle y distribuirle Y que patatín, y que
patatán (1970-1971)– y a su sobrino Juancito, cuyos encantos preadolescentes
habían cautivado tanto a su tío cuanto al escaso público que asistió a las
proyecciones de la mencionada opera prima del hijo del gran Ernesto,
cuya literatura ha sido mejor obra suya que su hijo cineasta. A su vez, Marito
recurrió a su gran amigo Mario Mactas, periodista-estrella de Gente y la
Actualidad, un semanario (al igual que Mactas) tan tilingo cuan snob
y reaccionario –y, más adelante, cuando lo dirigía Samuel “Chiche” Gelblung, excesivamente
friendly de la dictadura militar–;
Mactas, además, escribió con Marito diversas adaptaciones de obras clásicas con
destino al ciclo televisivo Las grandes novelas.
Juntos, entonces, Sabato, Mactas,
Cicklai y Ciancaglini urdieron una historia mínima en la que Juancito viajaría
con su tío, con Ciancaglini, con Cicklai, con el asistente Armando Imas (futuro
“desaparecido” de la citada dictadura) y con el hijo de Ciancaglini, Leopoldo,
más una pequeña cámara de 16mm que operaría el director mismo, rumbo a la
“misteriosa” Africa del Sur (Kenia, Tanzania y Uganda) con el objeto de tomar
imágenes impersonales en las que el púber pone cara de susto, de admiración y
de picardía ante animales y personas a las que no está viendo puesto que sólo
figuran en los metros de celuloide propiedad de Cicklai que los esperaban en la
Argentina. El mérito mayor, entonces, y eso en el caso de que hubiere alguno,
debe atribuirse antes que a todos los mencionados –que sólo viajaron
alegremente y sin riesgo alguno más que el aburrimiento– al trío de
compaginadores (Enrique Muzio, Jorge Valencia y Miguel Pérez) que, meses
después y encerrado en Alex, dio alguna forma al patchwork, así como a
los técnicos del laboratorio que nivelaron la diferencia de coloración y
tonalidad entre ambos materiales.
El resultado es un film que observa las costumbres de los indígenas, por bárbaras que parezcan a una mirada occidental, desde una óptica reaccionaria, paternalista y perdonavidas. Para muestra, algunos diálogos: cuando la cámara enfoca una miserable tapera alguien dice “en estas chozas vive una familia íntegra”; Juancito observa “qué bárbaro, y se deben mojar todos cuando llueve”, a lo cual se le responde “casi nunca llueve, Juancito, por otro lado ellos prefieren mojarse antes de hacer casas más complicadas”, explicándole a continuación su condición de tribus nómades.
Con habilidad, Hola señor león! fue estrenado en el
cine Alfil, sala de Corrientes casi esquina Callao en la que poco antes
permaneció meses en cartel el dibujo animado Mil intentos y un invento
(García Ferré, 1969-1972) y, por lo tanto, se había convertido en favorito del
público infantil, acaso contagiado por su vecino de enfrente, el Los Angeles,
dedicado a las ñoñerías marca Disney. Allí, el engendro aguantó tres semanas,
lo cual significa –¡maldito sea!– que los niños lo disfrutaron.
Esfuerzo. Todavía hoy jóvenes
cineastas 2.0 siguen acudiendo a esa palabra, como un mantra. Desde tiempos
inmemoriales, esfuerzo hace el changarín que carga cajones de fruta o de
botellas, el limpiavidrios y el albañil de altura, el obrero de la
construcción, el campesino en su arado, el policía que recibe piedrazos de
matones rentados, la enfermera que limpia la mierda ajena: el cineasta
argentino siempre fue un privilegiado y en todo caso su esfuerzo consiste en
recorrer los pisos de Lima 319 buscando a quién coimear para conseguir un
subsidio, en rellenar formularios de Ibermedia para rascar unas pesetas, en
alquilar el servicio de ese abogado-que-ya-conocemos para que les infle el
presupuesto, en conseguir algún financista. Déjense de joder.
Charlie Marlow
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