viernes, 28 de marzo de 2025

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Esfuerzo

La palabra “esfuerzo” suele ser utilizada en relación al cine argentino en una de sus acepciones (“empleo de elementos costosos para lograr un fin”), lo cual, traducido, significa que todo cineasta cree ser merecedor de un mayor respeto por su obra de parte de críticos y espectadores si éstos suponen que logarlo le valió un considerable esfuerzo. Esto fue así desde los inicios mismos del cine: los comentarios críticos a las producciones mudas de los 20 y los 30 adjudican a esa palabra los menguantes méritos del film aludido. Tal vez en aquellos años pudiera ser auténtico, habida cuenta de que el medio era nuevo, poco explorado, pero con la industrialización de los 30 en adelante y con los variados créditos, subsidios y canjes actuales, ese “esfuerzo” dejó de tener sentido. Un ejemplo preciso lo ofrece Hola señor león!, hecho a comienzos de 1972 bajo la dirección de Mario Sabato y estrenado en septiembre del año siguiente. La mayor parte de las críticas y/o comentarios publicados aludieron al “esfuerzo de producción” que insumió su rodaje, evidenciando cuánto influye en un crítico su absoluto desconocimiento de la interna detrás de toda producción.

   Ese film tiene su origen en un etnólogo llamado Egon Cicklai, quien años antes (1961) formaba el cuerpo docente que daba clases de cine en la galería Antígona y que, entre otros, también integraban Tomás Eloy Martínez, Julio Ingenieros y Salvador Sammaritano. Por su profesión, el hombre se hizo de una buena cantidad de material documental filmado vaya a saberse cuándo y por quiénes. Ese material incluía animales y humanos, ambos en estado salvaje, los segundos indígenas de diversas tribus africanas. Sin saber con certeza qué destino darle ya que por entonces no existía la televisión por cable y por lo tanto señales como Animal Planet o National Geographic, Cicklai lo conversó con su amigo José Antonio Ciancaglini, conocido en el gremio antes por su parentesco con Leopoldo Torre Nilsson –estaba casado con su hermana Graciela– que por su aporte a la financiación de algunos films. Rápido como un lince, Ciancaglini entrevió la posibilidad de ganar dinero fácil inventando (ésta es la palabra exacta) un largometraje que podría obtener beneficios del Instituto Nacional de Cinematografía (INC) a través de la “recuperación industrial”, que era mucho mayor cuando se trataba de un film de la categoría “infantil”, más allá de su incierto éxito en las taquillas.

   Recurrió entonces a Marito Sabato –a quien Nilsson acababa de financiarle y distribuirle Y que patatín, y que patatán (1970-1971)– y a su sobrino Juancito, cuyos encantos preadolescentes habían cautivado tanto a su tío cuanto al escaso público que asistió a las proyecciones de la mencionada opera prima del hijo del gran Ernesto, cuya literatura ha sido mejor obra suya que su hijo cineasta. A su vez, Marito recurrió a su gran amigo Mario Mactas, periodista-estrella de Gente y la Actualidad, un semanario (al igual que Mactas) tan tilingo cuan snob y reaccionario –y, más adelante, cuando lo dirigía Samuel “Chiche” Gelblung, excesivamente friendly de la dictadura militar–; Mactas, además, escribió con Marito diversas adaptaciones de obras clásicas con destino al ciclo televisivo Las grandes novelas.

   Juntos, entonces, Sabato, Mactas, Cicklai y Ciancaglini urdieron una historia mínima en la que Juancito viajaría con su tío, con Ciancaglini, con Cicklai, con el asistente Armando Imas (futuro “desaparecido” de la citada dictadura) y con el hijo de Ciancaglini, Leopoldo, más una pequeña cámara de 16mm que operaría el director mismo, rumbo a la “misteriosa” Africa del Sur (Kenia, Tanzania y Uganda) con el objeto de tomar imágenes impersonales en las que el púber pone cara de susto, de admiración y de picardía ante animales y personas a las que no está viendo puesto que sólo figuran en los metros de celuloide propiedad de Cicklai que los esperaban en la Argentina. El mérito mayor, entonces, y eso en el caso de que hubiere alguno, debe atribuirse antes que a todos los mencionados –que sólo viajaron alegremente y sin riesgo alguno más que el aburrimiento– al trío de compaginadores (Enrique Muzio, Jorge Valencia y Miguel Pérez) que, meses después y encerrado en Alex, dio alguna forma al patchwork, así como a los técnicos del laboratorio que nivelaron la diferencia de coloración y tonalidad entre ambos materiales.


   El resultado es un film que observa las costumbres de los indígenas, por bárbaras que parezcan a una mirada occidental, desde una óptica reaccionaria, paternalista y perdonavidas. Para muestra, algunos diálogos: cuando la cámara enfoca una miserable tapera alguien dice “en estas chozas vive una familia íntegra”; Juancito observa “qué bárbaro, y se deben mojar todos cuando llueve”, a lo cual se le responde “casi nunca llueve, Juancito, por otro lado ellos prefieren mojarse antes de hacer casas más complicadas”, explicándole a continuación su condición de tribus nómades.

   Con habilidad, Hola señor león! fue estrenado en el cine Alfil, sala de Corrientes casi esquina Callao en la que poco antes permaneció meses en cartel el dibujo animado Mil intentos y un invento (García Ferré, 1969-1972) y, por lo tanto, se había convertido en favorito del público infantil, acaso contagiado por su vecino de enfrente, el Los Angeles, dedicado a las ñoñerías marca Disney. Allí, el engendro aguantó tres semanas, lo cual significa –¡maldito sea!– que los niños lo disfrutaron.

   Esfuerzo. Todavía hoy jóvenes cineastas 2.0 siguen acudiendo a esa palabra, como un mantra. Desde tiempos inmemoriales, esfuerzo hace el changarín que carga cajones de fruta o de botellas, el limpiavidrios y el albañil de altura, el obrero de la construcción, el campesino en su arado, el policía que recibe piedrazos de matones rentados, la enfermera que limpia la mierda ajena: el cineasta argentino siempre fue un privilegiado y en todo caso su esfuerzo consiste en recorrer los pisos de Lima 319 buscando a quién coimear para conseguir un subsidio, en rellenar formularios de Ibermedia para rascar unas pesetas, en alquilar el servicio de ese abogado-que-ya-conocemos para que les infle el presupuesto, en conseguir algún financista. Déjense de joder.

Charlie Marlow

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