lunes, 31 de marzo de 2025

EN PRIMERA PERSONA

Directores silenciados

“–¿Qué miras, papá?
–Estoy buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y responsabilidad.
–¿Todas esas cosas están allá arriba?
–No. No las he encontrado. Ya no existen allá. Y ya nunca volverán a existir. Quizá nunca existieron”.
Ray Bradbury, The Martian chronicles (1946).

En el supuesto de que dos personas lean este artículo, sé perfectamente que al menos una dirá, como mínimo, que soy un “resentido”, que viene a ser el calificativo preferido de quienes por lo general no tienen la razón en determinado asunto. Pues bien: como decía mi amiga Rosita Brascó, me importa tres belines” (nunca supe que eran los dichosos belines, lo supongo un término de su provincia, Santa Fe). Estoy harto de funcionarios públicos que se atribuyen cierta superioridad, que fatalmente se les acaba cuando quien los puso en ese puesto termina su mandato. La historia es más o menos así.

   A comienzos de 2006 era un desocupado, luego de que en abril de 2005 un sorete oficial, entonces “presidente” del festival de cine marplatense, ordenó cancelar mi contrato como programador y editor del catálogo por no ser lo suficientemente peronista. Mientras un abogado iniciaba la correspondiente demanda judicial (que gané) subsistí vendiendo libros, vinilos y videos en VHS de mi colección en el parque Rivadavia, los fines de semana, hasta que mi amigo Oscar Barney Finn me tendió una mano. En aquel momento, Oscar integraba el directorio del Fondo Nacional de las Artes (FNA) y en calidad de tal me abrió las puertas del organismo, contratado para oficiar de productor de una serie de entrevistas grabadas en video a personalidades a las que el organismo había concedido su premio anual a la trayectoria, además de otras pequeñas tareas. Oscar sabía que venía trabajando en un diccionario de directores del cine argentino y me instó a presentar el proyecto. Lo presenté, fue autorizado, firmé un nuevo contrato por un año, cobrando una suma mensual que me permitió dar forma orgánica a lo que ya venía elaborando. “Salvado por un año”, me dije, y respiré aliviado. Poco después, Oscar cesó en sus funciones, pero en cada charla telefónica, en cada encuentro, jamás dejó de preguntarme “¿y, cómo anda el libro, en qué año estás, sobre quién estás escribiendo?”. Un trabajo tan solitario necesita de esos estímulos.

   Pronto deseché el término “diccionario” porque hubiera sido uno sui generis, puesto que, en principio, no pensaba ordenarlo alfabéticamente como quieren los usos y costumbres; tampoco quise darle ese nombre al libro porque esa palabra, al igual que “enciclopedia”, connota academicismo, y nada más alejado de lo académico que el contenido de mi proyecto. Preferí Cineastas del siglo XX, porque voluntariamente decidí pasar la posta de los profesionales que se iniciaron en el siglo XXI, por tres razones: carecía de la suficiente distancia crítica, no conocía personalmente a casi ninguno de ellos y eran (son) legiones: no me daba el cerebro. Además, al contario de los diccionarios convencionales, preferí el ordenamiento cronológico siguiendo el debut de cada uno de ellos y permitiendo al lector que así lo prefiriera leer ese libro de corrido, a manera de una informal (aunque parcial) historia del cine aborigen. Como sea, el proyecto registraba a casi un centenar de realizadores, argentinos y extranjeros, de films argentinos y de coproducciones con otros países filmadas en cualquier parte del mundo con participación argentina.

   Otro rasgo que por lo general define a los diccionarios es su parquedad: mi formación periodística me ha llevado por el camino de lo que en esa profesión suele denominarse “perfil” o “retrato”. He preferido encarar a cada director como a una persona, por lo que además de enumerar sus trabajos (en ocasiones, lo admito, hasta el aburrimiento) he tratado en lo posible de dar cuenta de sus antecedentes laborales, su posición ideológica y política, su condición humana, sus virtudes y también sus renuncios. En mucho me ha servido para ello el ser periodista, profesión que ejercí a partir de 1970. En calidad de tal he asistido a rodajes, concretado entrevistas y escrito críticas: la de crítico de cine es, por cierto, la variante que menos he disfrutado en tantos años de trabajo. También, ocasionalmente, he sido agente de prensa de empresas cinematográficas, todo lo cual me ha permitido un acercamiento mucho mayor a determinados directores con los que tenido contacto. Con otros he estrechado lazos amistosos, algunos de los cuales perduran hasta hoy: confío en no haber incurrido en el detestable “amiguismo” a la hora de escribir sobre ellos. Al menos lo he intentado.


Foto de familia: Raúl Alejandro Apold, Juan Duarte, Luis César Amadori

   También está la cuestión política. ¿Cómo abordar a Luis César Amadori sin registrar su vocación de poder que el primer peronismo exacerbó? ¿Cómo disculpar a Leonardo Favio –El Más Grande Cineasta Argentino, dicen– por su interesada adhesión, disfrazada de emotiva, al tercer gobierno peronista y a otros posteriores del mismo signo? ¿Cómo disimular el servicial aporte de Palito Ortega a la iconografía cinematográfica del Proceso de Reorganización Nacional? ¿Cómo ignorar las piruetas políticas de Fernando E. Solanas, de las que generalmente ha caído bien parado? ¿Cómo justificar a los cineastas “militantes” que, mientras realizaban films decididamente progresistas y a favor de los derechos humanos, en su mayoría apoyaban, pública y contradictoriamente, regímenes dictatoriales (de izquierda, eso sí) que no permiten el disenso y miran hacia otro lado en cuestión de derechos humanos? ¿Cómo no constatar el modus operandi para nada heroico de algunos de esos cineastas “combativos”, luego apoltronados en sus despachos oficiales o recorriendo los pasillos del INC/INCAA en busca de subsidios? ¿Cómo decir elegantemente que algunos directores han concretado una obra espantosa? He preferido llamar a las cosas por su nombre, he tratado de no ofender, he intentado ser ecuánime y dejar a un lado mis simpatías y antipatías personales, aunque en el fondo de mi espíritu sé que no lo he logrado. En el pasado, alguna crítica adversa logró que el director en cuestión me retirara su saludo: como decía Joe E. Brown, nobody’s perfect.

   La historia del cine argentino ha sido abordada de diversas maneras, desde la visión profundamente diáfana de Domingo Di Núbila, originada en las entrañas mismas de la industria, hasta los muy sesudos análisis posmodernos de los más jóvenes investigadores universitarios que aprendieron a aplicar la semiótica, en este caso con resultados que requieren para el lector común de un traductor para lo que Ivonne Bordelois ha definido como “parafernalia académica”. El primero en dedicar tiempo concreto al tema fue Jorge Miguel Couselo, quien desde la Cinemateca Argentina creó el Centro de Investigación de la Historia del Cine Argentino: con él colaboraban Mariano Calistro, Oscar Cetrángolo, Claudio España, Andrés Insaurralde y Carlos Landini. Otros nombres dedicados solitariamente a tan fascinante métier son los de Miguel Angel Rosado, Jorge Abel Martín, Abel Posadas, Fernando Martín Peña, Raúl Manrupe, María Alejandra Portela y algunos otros. Debe distinguirse a los investigadores de aquellos que sólo escriben sobre cine argentino, que los hay muchos, desde los muy severos analistas hasta los más presuntuosos y los muy frívolos.

   Un año y un mes después de firmado el contrato con el FNA, el miércoles 4.7.2007 entregué un disco compacto conteniendo el mamotreto en manos de las responsables del sector Cine en el directorio, mis amigas María Julia Bertotto y Clarita Zappettini. A esta altura del relato debo dejar constancia de que uno de los rasgos de mi personalidad en la bendita paciencia. Pasaban los días, las semanas y los meses y nadie me llamaba para comenzar las tareas de edición del libro. Dejé pasar un año y me acerqué a preguntar: la respuesta me llegó en forma de carta muy formal fechada el 12.6.2008 y firmada por su entonces presidente, Héctor Walter Valle, en la que se comunicaba muy educadamente que “sus informes merecieron la aprobación de los Sres. Directores que debieron evaluarlo”, aduciendo que “en el acuerdo contractual de referencia no consta compromiso alguno de edición por parte del FNA” ya que “actualmente los planes de nuestro fondo editorial no contemplan la eventual inclusión de ese texto en su programación”. No tuvo el valor de decirme, cara a cara, algo así como “mire López, en estos momentos no tenemos presupuesto” o alguna excusa razonablemente más humana, siendo que él mismo, tras la firma del contrato, me indicó que me pusiera en contacto con el encargado del Fondo Editorial, cosa que hice con un funcionario cuyo nombre he olvidado, que tenía aspecto de chantapufi, que ni siquiera miró los dos o tres “informes” que le entregué para que supiera de qué iba el asunto y que me ignoraba toda vez que nos cruzábamos por los pasillos de la calle Alsina. Además, si no figuraba en los planes editarlo, ¿para qué debía tomar contacto con ese señor? Intuyo que la lectura de algunos de mis textos por parte de algún miembro del directorio provocó un cimbronazo emocional y político que probablemente le llevó a expresar, en la reunión correspondiente, algo parecido a “¿cómo vamos a publicar un comentario adverso hacia Fulano de Tal si el FNA le dio oportunamente su Gran Premio?”.

   Los años que siguieron a 2008 estuvieron pautados por frustrantes gestiones por publicar lo que yo ya denominaba “el engendro”. En los últimos años se ha convertido en una mala práctica que algunos autodenominados editores estén dispuestos a publicar siempre y cuando el autor costee esa edición, lo cual me parece denigrante para uno tanto como para el otro. Nunca tuve la vanidad de publicar “para el curriculum”; entiendo que escribir un libro es un trabajo arduo que debe ser económicamente retribuido. Soy adicto a los refranes: “zapatero a tus zapatos”. En todos estos años el texto-madre permaneció en el disco rígido de mi computadora pero no inamovible sino constantemente “intervenido” con nuevos films de cada director y todo dato adicional que iba encontrando en el camino.

   Cuando, en 2016, el FNA cambió de signo político, intenté un acercamiento con sus nuevas autoridades: el 16.6.2016 dejé en la Mesa de Entradas una nota dirigida a su presidenta, una tal Carolina Biquard, contándole la historia completa. Estoico como me considero, esperé su respuesta con infinita paciencia: nunca llegó, por lo tanto el 15.6.2017 volví a la Mesa de Entradas del organismo y dejé para ella una breve nota felicitándonos por el aniversario. El segundo y último párrafo de esa nota decía: “La absoluta falta de respuestas me lleva a una amarga conclusión: aparte la cuestión de la cortesía que todo funcionario público –y usted ciertamente lo es– debe practicar ante cualquier requerimiento, debo confesarle que esperaba de esta nueva gestión una actitud diversa de la anterior, plagada de mala educación y soberbia. Me equivoqué”. Silencio absoluto, luego de lo cual renuncié a todo nuevo intento.

   Hasta ahora, en que los iré publicando en este espacio. Ya pasaron Raúl Perrone, Tulio Demicheli, Fernando Siro, Tristán Bauer, León Klimovsky, Enrique Carreras, Luis Barone y tres santafesinos (Juan Carlos Arch, Raúl Beceyro, Patricio Coll). Habrá más, aunque no sé si alcanzaré a publicarlos a todos ellos. No tengo apuro.

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