domingo, 9 de marzo de 2025

 CHUCHERIAS

Otras historias breves

¡¡Puta!!


                                            Rosaura a las 10: Juan Verdaguer, Susana Campos

Muchísimo antes de que el término se convirtiera en políticamente incorrecto y fuera reemplazado por el ascético “trabajadora sexual”, puta no sólo designaba a una prostituta sino que era atribuido a toda mujer sexualmente transgresora (“moderna”, “libre”) o, en términos machistas, a cualquiera más o menos “liviana de cascos”, como también solía decirse. El cine argentino clásico se cuidó muy bien de pronunciar tremebundo epíteto, reemplazándolo por el amago de una “p…” que se ahogaba en la garganta del actor o por algún oportuno sonido externo. Hasta que en Rosaura a las 10 (1957) el director Soffici se atrevió a que Verdaguer se la dijera enfáticamente a Susana Campos, tal como ocurre en la novela de Marco Denevi. Poco después, en Bajo un mismo rostro (Tinayre, 1961), Ernesto Bianco se lo vocifera a Mirtha Legrand, y en Las modelos (Vlasta Lah, 1962) es Aldo Mayo quien se lo dice a Mercedes Alberti en medio de una discusión: “¿Acaso no te tratan todos como una puta? Uno te abandona, otros te ofrecen plata...”. La palabreja se tornó en adelante de uso cinematográfico habitual y hasta llegó al título mismo de algunos films, utilizado con doble intención en Disputas en la cama (Mario David, 1971) y a pleno en La puta y la ballena (Luis Puenzo, A/E, 2003), Goretech: Bienvenidos al planeta Hijo de Puta (Germán Magariños, 2012) e Hijos de puta por elección (Georgina Zanardi, 2013), así como en los cortometrajes Hijo de puta, Esa puta esperanza, El verdugo de mi puta vida y Puta drogadicta torta chorra. También hay algunos cuyos títulos incluyen “puto”, pero esa es otra historia.

Tilinguerías

De acuerdo a los diccionarios y enciclopedias, “tilingo” es un adjetivo familiar que señala a una persona tonta, simple o mentecata: aunque ha quedado en desuso, barrido por la sobredosis de términos anglosajones que tanto seducen a los argentinos tilingos, la palabreja solía ser utilizada, al menos en la Argentina, como sinónimo de esnob, de ostentoso, de alguien que se pavonea de sus pertenencias materiales o quisiera poseerlas. Si hubiera que ponerle imágenes al término, ésas serían las de Los pasajeros del jardín (Alejandro Doria, 1982). Cuenta los avatares de un romance otoñal quebrado por un cáncer y resultó un film tilingo adaptado de la más tilinga novela de una escritora tilinga (Silvina Bullrich), producido por un tilingo (Fernando Marín) e interpretado por una tilinga (Graciela Borges). En ese contexto, no le ahorra al espectador la consabida mucama negra (Idilia Domínguez), pero el colmo de la tilinguería se ubica en dos secuencias, ambas gratuitas: aquella en la que María, la mujer del canceroso, decide asociarse a un country club (en épocas en que vivir en un country no era más peligroso que vivir en una villa miseria) y escucha de la vendedora el recitado tilingo de sus virtudes, y otra, cruel además de tilinga, en la carnicería, en la que en diálogos paralelos una cliente (Clotilde Borella, espléndida) caracterizada como “pobre” y que en una escena anterior en la verdulería sacaba mercadería de su bolsa porque el dinero no le alcanzaba, pide un chorizo mientras acto seguido María compra un pesceto, un lomo y vacío...

El chongo mudo

Juan Carlos Lavalle Villanueva fue un porteño nacido en 1907, deportista, muy buen mozo, de cuerpo atlético y de familia acaudalada, que en 1926 viajó a París para estudiar pintura: allí conoció a la actriz italiana Rina De Liguoro (1892-1966), súper estrella del cine mudo en personajes de femme fatale, que se calentó con los viriles 19 años de Lavalle, lo convirtió en su amante oculto y lo hizo actuar en al menos uno de sus films, en plano estelar, con el pseudónimo Carlos Montes. El film en cuestión, hecho en Roma, se titula La bella corsara (1928), fue estrenado en la Argentina como Amor de corsaria y lo dirigió Wladimiro De Liguoro, el esposo de madame, cómo no.

El camino hacia la muerte de Ruby Colmeiro

                                   La calle del pecado: Zully Moreno, Alberto de Mendoza

Así como algunos personajes femeninos del cine argentino gustaban levantar carniceros, como Inda Ledesma en Los días que me diste (Fernando Siro, 1974), o muchachos mucho más jóvenes, como Tita Merello en La Morocha (Ralph Pappier, 1955) o como Mecha Ortiz, que se comió varios pebetes, la Ruby Colmeiro de Zully Moreno en La calle del pecado (Ernesto Arancibia, 1953) se especializa en boxeadores desde que el primero la sacó de la pobreza y le regaló “un collarcito vulgar y silvestre”. Hubo otros, hasta que la vamp bonaerense decidió que “los boxeadores pasan y los empresarios quedan”, frase dicha mientras la imagen muestra a Florindo Ferrario. Por él abandona a Jacinto Herrera, el último de sus campeones, quien piensa que Ruby es “una máquina de deseo y de carne” (frase gráfica, si las hay) y de la que se vengará en el momento apropiado. Sin embargo, Ferrario tiene la captura recomendada y la abandona justo cuando Santiago Gómez Cou, el dueño de todo –del gimnasio, del estadio y del night club en el que Ruby canta con la voz de Lucrecia Evans– regresa de un viaje. Toma a la mujer como amante, le pone un pisito amueblado por la casa Maple y la cubre con pieles de Maximilian, joyas de Ricciardi, sombreros de Martín Soules y vestidos de Horace Lannes, pero no cuenta con el regreso desde Europa de su hijo Alberto de Mendoza, que no sólo es muy buen mozo sino que también cabalga (con la debida connotación) y, para el éxtasis de Ruby, ¡boxea! Mientras se harta de “esta vida burguesa, jugando a la canasta”, la mujer se calienta con el chongo mientras Gómez Cou –que por una vez no es el villano– masculla “Si alguien me dijera qué pasa aquí...”. El final viene con muerte, pero el espectador ya lo sabe porque se la mostraron en la escena inicial, como en Sunset Blvd. (El ocaso de una vida, Billy Wilder, 1949). La calle del pecado a la que alude el título es el camino hacia la muerte de la heroína en este delirante melodrama “de puta” que funciona tan bien precisamente por eso, por haberse lanzado sin red al absurdo: lo imaginaron Arancibia y su mujer Alexis, ésta agazapada tras el pseudónimo W. Eisen.

Corrientes, 348…

El único detalle por el cual la sonsa comedia Dos tipos con suerte (Miguel Morayta, 1959) resulta ligeramente memorable reside en que, al llegar a Buenos Aires, los mexicanos que animan Miguel Aceves Mejía y Oscar Pulido van en taxi a la dirección donde se supone pueden encontrar a quien los contrató: un edificio ubicado en (según dice Pulido al bajar del taxi) “Corrientes 348, segundo piso, ascensor”, esto es, la estrofa inicial de un tango inmortal de Carlos Lenzi (letra) y Edgardo Donato (música) titulado A media luz (1926), convirtiéndose así en el único film en otorgar visibilidad concreta a tan legendaria dirección. En el hall de dicho edificio, tocado de mármoles claros desde el piso hasta el techo, los recibe (aunque la letra del tango asegura que “no hay porteros ni vecinos”) la portera Aída Villadeamigo: visitado que fue recientemente, el edificio sobrevive, pero con el hall y la planta baja convertidos en un amplio estacionamiento para automóviles. Esa dirección también motivó la pieza teatral Corrientes 3-4-8 –2º piso– de Juan Gamboa y Pascual Salvador, estrenada el 24.8.1927 en el Príncipe del barrio de Belgrano por la compañía de Herminia Mancini.

Informe sobre ciegos

Los muchachos de antes no usaban gomina… (Manuel Romero, 1936) es “la comedia musical que marcó su debut”; Pobre mi madre querida (Homero Manzi y Ralph Pappier, 1947) “un drama conmovedor que retrata la dura vida de una madre soltera y su hijo en los arrabales”; Historia del 900 (1948) “su ópera prima [sic sic] como director, un drama sobre la vida rural”; El último payador (Manzi y Pappier, 1948) “una película folclórica que rescata la figura de los payadores en la época de la frontera con el indio”; Más allá del olvido (1955) un “drama que gira en torno a un pintor que pierde la vista, pero es una persona muy positiva”; Una cita con la vida (1957) “una comedia romántica sobre un escritor que busca inspiración amorosa”; Amorina (1960) “un exitoso musical […] sobre una pareja que triunfa en el espectáculo”; Buenas noches Buenos Aires (1964) “el primer musical enteramente en colores del cine argentino”; El día que me quieras (Enrique Cahen Salaberry, 1968) “una adaptación de la famosa obra de Armando Discépolo sobre una relación amorosa imposible”. Conceptos vomitados en un artículo publicado por Infobae el 13.8.2024 a las 02:28 pm con el título “¿Cuáles fueron las películas más exitosas de Hugo del Carril?”. Lo firma Cecilia Castro.

Mea culpa


                                                                 Lisandro Alonso

Un día de finales de 2000 o comienzos de 2001, un muchacho flaco, de pelo largo y aspecto adolescente se presentó en las oficinas de Lima 319 donde trabajábamos en la programación y producción del Festival de Mar del Plata que tendría lugar en marzo. El pibe traía en sus manos un VHS conteniendo lo que, dijo, era su primer film: quería que lo consideráramos para su exhibición. Lo atendí yo mismo, asombrado ante su extrema timidez. Llevé el VHS a casa, lo vi y no me impactó en modo alguno. No recuerdo si luego lo vio Claudio España (director del Festival) o algún otro de mis compañeros: sí recuerdo que días más tarde lo cité para comunicarle que, por reglamento, no podíamos exhibir videos y que además no me había interesado mayormente. Le devolví el VHS y se fue con la misma timidez con la que había venido: no se quejó, no parecía molesto. Sólo se fue. Si yo hubiera prestado más atención tal vez el Festival podría haber recomendado al Instituto su expansión a 35mm. Tal vez. El episodio es de esos que a uno lo avergüenzan de por vida. Por cierto, no es el único caso de faux pas en la historia del cine universal, pero a medida que Lisandro Alonso, después de aquel inicial La libertad (2000), sumaba nuevos films, se convertía en niño mimado de Cannes, cosechaba premios y reconocimientos, accedía a subvenciones y coproducciones de prestigiosas fundaciones y empresas europeas, mi vergüenza sumaba puntos film a film, año a año, crítica a crítica, premio a premio. ¿Por qué no supe ver lo evidente? La naturalidad dentro de la naturaleza, la búsqueda estética nunca preciosista ni gratuita, el sentido poético no declamado, la utilización precisa de no-actores, la seducción de sus planos-secuencia, la simpleza extrema, el conocimiento –impensado en ese adolescente tardío– de la naturaleza del ser humano, la serenidad. ¿Por qué no supe ver todo ello, entre otras virtudes, cuando tantas veces, en función de crítico, sí había sabido descubrir talentos parecidos? La pregunta me sigue atormentando. Como sea, Lisandro y poco después Gustavo Fontán son los primeros y máximos cultores, en el cine aborigen, de lo que se ha dado en llamar films “contemplativos”, moda que han continuado muchos otros colegas pero sin su talento.

[sic]

A pesar de que los títulos de crédito de En busca del brillante perdido (Sergio Mottola, 1985) suman un “asesor de diálogos” (el actor y director uruguayo Wagner Mautone), la mexicana Sonia Rivas, tras preguntar algo a un empleado y recibir una respuesta negativa, se permite decir en voz alta, y no una sino dos veces seguidas, “¿Cómo de que no?”.

Otra fiebre

Desde que vi No salgas esta noche (Arturo García Buhr, 1945), por primera vez en la década de los 60 y por TV, siempre creí que la tal fiebre ondulante que preocupa a los personajes era un completo invento de Pondal & Olivari; tan sólo medio siglo después, hojeando diarios viejos en bibliotecas públicas, me vengo a enterar de que sí existía. “La circunstancia de haberse registrado en Bañado del Norte, provincia de Córdoba, un caso de fiebre ondulante ha dado lugar a la propalación de cierta alarma, atribuyéndose a esa enfermedad un carácter de contagio y de peligrosidad inusitados. La fiebre ondulante es una afección que ataca al hombre y a ciertos animales, especialmente a la cabra y a la oveja. Presenta sudores, dolores neurálgicos y una evolución prolongada con accesos sucesivos” (La Nación, 9.12.1931, extractos de un largo artículo). Cinco meses más tarde, la sección de novedades bibliográficas de La Prensa (8.5.1932) comenta el libro Sobre la fiebre ondulante, por los doctores Alberto P. Ruchelli, Eduardo L. Sabaté y Oscar M. Koch, todos ellos discípulos del eminente doctor Salvador Mazza. Como decía Catita, ¡lo qu’es l’inorancia de la parsona humana!

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